lgunos lectores y amigos entrañables me han formulado la exigencia de presentar algunos elementos cualitativos del empleo. Más, todavía, del trabajo. Incluso antes de analizar la inversión. Me obligan a recurrir a mis cursos fundamentales de economía política de mi amada Facultad, en la UNAM.
Y es que siempre invito a los estudiantes a analizar con cuidado la presentación en el Génesis del trabajo como castigo. Se trata de ver con cuidado uno de los míticos relatos de la creación, el de la tradición sapiencial. En él, son tres las inexorables sentencias divinas derivadas de la desobediencia original: a la serpiente, a la mujer y al hombre. Se condena a la primera a ser maldita entre todas las bestias y animales del campo, y a caminar sobre su vientre. A la mujer a tener tantas fatigas cuantos fueran sus embarazos, a más de parir sus hijos con dolor y vivir dominada por el marido. Y al hombre a sacar del suelo su alimento con fatiga. Más aún a obtener el pan con el sudor de su rostro hasta que –de nuevo– regrese al suelo de donde vino.
¡Terrible concepción! ¡Terrible antropología cultural semita para transmitir el mensaje divino! Acaso por eso los comentaristas de la Escuela Bíblica de Jerusalén acotan: Aunque Dios no condena directamente a la pareja, sino a la serpiente y a la tierra, hombre y mujer se ven profundamente afectados por ella: la mujer en cuanto madre y esposa, y el hombre como trabajador. El hombre debe esforzarse por arrancar sus medios de subsistencia a una tierra hostil que está muy lejos de parecerse al jardín del Edén. Y la mujer deja de ser la asociada del hombre y su igual
. Todo queda sujeto a la capacidad de discernimiento y al uso de la razón. Y, sin embargo, razón y discernimiento deben ayudar a comprender que –pese a la transgresión original– hombre y mujer son hechos a imagen y semejanza de Dios.
Pues bien, en el marco de elementos que –sin duda– exigen contextualización histórica rigurosa y amplio debate, hay dos momentos de la reflexión eclesial que exigen ser profundizados. En la Rerum Novarum, del 15 de mayo de 1891 (León XIII, ya sabía de la publicación de El Capital, de Marx en 1867), en la que se enfrenta esa aporía y se aportan elementos para reinterpretar y trascender esa concepción del trabajo como castigo divino. Y en la Laborem Exercens del 14 de septiembre de 1981 (Juan Pablo II), en la que se ratifica la superación de esa concepción bíblica del trabajo como castigo, y se ofrece una profundización sobre el trabajo como signo específico de la persona que determina su característica interior y constituye –en cierto sentido– su misma naturaleza.
La importancia y la influencia actuales de esta concepción cristiana del trabajo están fuera de duda. Por eso urge polemizar con el ánimo jerárquico de ignorar o soslayar tanto el carácter mercantil de la capacidad humana de transformación de naturaleza y medios de producción, por una parte, como la alienación y enajenación propias del mismo trabajo en el capitalismo, por el otro. ¡Qué otra cosa nos muestran –si no y por ejemplo– los lamentables casos de los mineros del carbón del norte de México!
Por eso urge estudiar con rigor y astucia las mutaciones fundamentales que ha experimentado la naturaleza del trabajo en el capitalismo contemporáneo. Y comprender –como asegura César Altamira en su libro Los marxismos del nuevo siglo– que no es solamente el desgaste y la tarea física lo que se pone en juego en el proceso laboral, sino los conocimientos, los afectos y los deseos. Como nunca –asegura Altamira– la producción capitalista actual se inserta en la textura de la vida diaria y últimamente en la producción de la propia subjetividad. Acaso por eso hoy, cuando hombres y mujeres del mundo demandan empleo, ocupación y trabajo, no sólo solicitan una actividad capaz de permitir la manutención propia y de su familia –que, por cierto, debe incluir las capacidades de manutención y educación de los hijos, y de jubilación propia–, sino capaz de permitir la permanente y continua constitución propia del sujeto –individual y colectivo– con toda su potencialidad física e intelectual. ¡Pero no cualquier trabajo! ¡Ni bajo cualquier condición!
Por eso, justamente por eso, ¡cómo no sentir propias, razonables y justas, las demandas planteadas por los jóvenes de #YoSoy132 y, al menos, por los rechazados de la educación superior! Y es que –reiterando– el trabajo es y seguirá siendo determinante en la constitución de los propios sujetos y de toda sociedad Por favor reléase en este contexto y en este marco, el artículo 123 de la Constitución. Y profundícense los regresivos lineamientos de la publicitada reforma laboral
que promueven cúpulas empresariales –muchas de ellas inspiradas, según se dice a veces, en la tradición cristiana–, pero también cúpulas gubernamentales y dirigentes de PRI y PAN. Sí, como bien nos han ayudado a entender reiteradamente Arturo Alcalde y Néstor de Buen en La Jornada, pero también asociaciones como la de los abogados democráticos o CEREAL, hay un derecho humano fundamental esencial, el laboral, que permite no sólo la manutención, sino la constitución del propio sujeto. Y este derecho –para decir lo menos– no se respeta. De veras.