El dedo de Dios
a noche del primero de julio me preguntaba dónde celebraban el supuesto triunfo los votantes del PRI, ¿en qué calles o plazas explotaba el júbilo por el triunfo de su candidato? Nadie los vio.
Creo que podemos hacer una primera división de esos millones de votantes en dos grupos: uno, con quienes no quieren que el sistema político cambie, porque en poca o en gran medida les beneficia, y otro grupo, muchísimo más grande, de quienes no creen que el sistema pueda cambiar y menos porque nieguen su voto al PRI.
En días posteriores a las elecciones escuché a tres mujeres expresar con distintas formas una misma idea: que a los reyes y a los presidentes los pone Dios. “Fíjese –dijo una– hasta a Hitler, que fue tan malo, lo puso Dios: él tiene caminos que no comprendemos”, me explicó frente a un puesto de periódicos. Entonces pensé que esas ideas no sólo vienen de la religión y de la añeja experiencia de ver al PRI imponerse, sino que desde niños escuchamos una estrofa del Himno Nacional que dice: Ciña, ¡oh Patria!, tus sienes de oliva/ de la paz el arcángel divino/ que en el cielo tu eterno destino/ por el dedo de Dios se escribió/
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Y también están los colores de la bandera monopolizados por el PRI. Y la gente que no sabe, pero que siente. Cuenta mi vecina: “La señora Mari, trabajadora doméstica, me hizo este comentario el 2 de julio: ‘En el camión donde venía, muy de madrugada, nadie hablaba, casi ni nos queríamos mirar. Todos veníamos bien tristes; se sentía como si todo México estuviera llorando de pesar’...”
El educador brasileño Paulo Freire lo explicó hace mucho: Sólo los seres que logran reflexionar sobre el hecho de su determinación son capaces de liberarse
. Pero, ¿cómo van a ser reflexivos millones de mexicanos que viven al día, que no tienen otra fuente de información que Televisa, que no tienen acceso a las redes sociales y que –si acaso fueron a la escuela– recibieron sobre todo una domesticación mental para repetir y obedecer?
En esta realidad hay un enorme trabajo pendiente para Morena, para las juventudes del #YoSoy132 y para todos los que soñamos otro México. A veces parece que sólo podremos cambiar a través de nuevas generaciones, pero, ¿cómo poner a salvo a niños y jóvenes de la influencia de la tele y de las inercias en que los adultos los involucran? He recordado la novela El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke, y a esos niños mutantes que podrían hacernos evolucionar.
Más humano será, sin embargo –y no es imposible–, producir una generación de niños mutantes a través de la educación y el amor.