sta semana leo dos noticias ambientales que hacen pensar en la penosa insuficiencia de la política, tal y como la entendemos hoy. La primera, es que científicos de la Universidad de Hawai están congelando huevos y esperma de corales marinos (que, ya lo saben, es un animal, y no una planta), para estar en situación de reproducir la variedad ecológica de los arrecifes según se vayan afectando por el calentamiento global.
La segunda noticia discute el abordaje del científico holandés Marten Scheffer para diagnosticar las transformaciones ambientales, y para restaurar sistemas ambientales dañados. Scheffer descubrió que los sistemas ecológicos estresados se comportan según las matemáticas de sistemas complejos.
Por lo que alcanzo a entender, una de las características de los sistemas complejos
es que cuando el cambio pasa de cierto umbral (llamado en inglés tipping point), resulta verdaderamente difícil restaurar el sistema original. Scheffer demostró su teoría mediante el estudio de proyectos para recuperar la transparencia del agua en los lagos de Holanda. Demostró que se trataba de una meta sumamente difícil de conseguir, y explicó por qué. Dada la dinámica de los sistemas complejos, había que reconstruir los lagos casi desde cero para recuperar su transparencia.
Hoy se está utilizando este abordaje para entender cuán avanzado está el cambio climático, y para pensar en lo que se tendría que hacer para restaurar los sistemas estresados que, si llegaran a pasar de cierto umbral, serán realmente difíciles de recuperar.
Todo ello refuerza nuestra convicción de que el mundo está ante un verdadero cambio de época. Para encararla, importa enfrentarnos a los límites de nuestras tradiciones, incluidas nuestras tradiciones políticas.
Desde tiempos de los antiguos hebreos, y hasta los revolucionarios del siglo XXI, ha habido una tendencia a imaginar que cuando las cosas empeoran mucho, es porque se está en el umbral de la redención. Por eso los revolucionarios han tendido a aplaudir el deterioro social (al menos en privado). Marx pensaba que el colonialismo británico sería, a la larga, positivo para India y para China. Por su parte, en plena Primera Guerra Mundial, Ricardo Flores Magón escribía que: “El mundo es un volcán próximo a hacer erupción. México y Rusia son los primeros cráteres anunciadores del despertar de las fuerzas de la miseria y del hambre… Todo indica que estamos en vísperas de una catástrofe depuradora y santa.”
Se trata de posturas muy arraigadas en las tradiciones políticas de occidente, y que no son en esencia tan distintas de las visiones del profeta Isaías: “La altivez del hombre será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada. Y quitará totalmente los ídolos … por la presencia temible de Jehová, y por el resplandor de su majestad, cuando él se levante para castigar la tierra.”
Pero nuestro mundo contemporáneo no está para esas.
Hasta hace poco, los milenarismos redentores iban y venían cíclicamente, como la rubeola: en el año 1000, los cristianos esperaban el apocalipsis; en el siglo XIII, San Francisco de Asís fue adorado por muchos como un segundo Jesús, que anunciaba, de nueva cuenta, el apocalipsis y la redención. Y esta lógica de restauración se repetía también en las culturas asoladas por la expansión europea: las danzas multitudinarias de los aztecas recién conquistados, por ejemplo, interpretaban la amargura de los tiempos como signo del regreso inminente de sus reyes y dioses…
Todo eso tenía también algo en común con la dialéctica hegeliana o marxista, que postulaba que tenía que aumentar la polarización para poder pasar a otro estadio, redentor.
El problema está en que hoy, primera vez en la historia de la humanidad, el destino del mundo natural depende de manera fundamental de la sociedad humana. La filosofía de dar la bienvenida al empeoramiento de corto plazo, para llegar por ese medio a la redención, no cuadra con lo que se requiere para hacer frente al problema del tipping point en el medio ambiente. Por eso el cambio climático exige una transformación radical de nuestra conciencia histórica.
Los campesinos del medievo respondieron a los llamados del Papa para ir a la conquista de la Tierra Santa, muriendo como lemmings, lanzándose en masa al desfiladero, pero ni una hecatombe de esas podía alterar la temperatura del mundo, ni acabar con los corales de los mares.
Vivimos en un mundo en que la política a la antigüita está sobredimensionada: un mundo en que los políticos todavía no aceptan la idea de que el crecimiento económico no es un bien en sí mismo.
En este sentido, las izquierdas latinoamericanas, con su imaginario nacionalista neorrepublicano –su obsesión con la corrupción y con la virtud ciudadana, y con figuras decimonónicas que las más de las veces resultan francamente anacrónicas– están en una bancarrota casi tan onda como la del imaginario neo-liberal al que tanto se oponen. Ambos imaginarios aplauden y procuran el crecimiento de las economías nacionales, con insuficiente consideración a la discusión de verdaderas metas colectivas.
No quieren entender que, a punta de nuestros inventos, los humanos hemos conseguido ser los señores de nuestro planeta. Ahora tenemos que cargar con esa responsabilidad.