rak vivió ayer una sangrienta jornada en la que más de cien personas perdieron la vida y otras 214 resultaron heridas en 22 atentados explosivos perpetrados en 14 ciudades, incluida la capital, Bagdad. La mayoría de los ataques fueron dirigidos contra objetivos de la minoritaria comunidad chiíta, en lo que fue interpretado como una contraofensiva de Al Qaeda, de origen sunita.
Este trágico conjunto de atentados es la más reciente expresión de la violencia desatada por la invasión de Estados Unidos de marzo de 2003, la destrucción y ocupación del país y la liquidación del régimen que encabezaba Saddam Hussein. Cabe recordar que el entonces presidente de ese país, George W. Bush, alegó que el gobierno de Bagdad poseía armas de destrucción masiva y que apoyaba las acciones terroristas de Al Qaeda, afirmaciones que se revelaron como palmariamente falsas. De hecho, fueron la invasión y la guerra subsecuente las que permitieron operar en Irak a la organización fundamentalista responsable de los atentados de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York. Como se sabía desde entonces, la motivación principal de la Casa Blanca era apoderarse de las reservas petrolíferas iraquíes y sumar el territorio de la vieja Mesopotamia al control geoestratégico de Medio Oriente.
Tras la liquidación del régimen de Saddam y el desmantelamiento de sus fuerzas armadas, los ocupantes instalaron, en un país hipotecado y controlado por empresas privadas occidentales –estadunidenses y británicas, principalmente–, un gobierno dócil que no ha sido capaz, desde su conformación, en 2006, de poner fin a las confrontaciones interétnicas que estallaron tras el colapso del viejo régimen y que sólo en lo que va de este año han dejado, contando las víctimas de ayer, cerca de mil 500 muertos y un número muy superior de heridos, mayoritariamente entre chiítas y efectivos de las fuerzas gubernamentales.
La persistente guerra en Irak, por otra parte, constituye uno más de los factores explosivos en Medio Oriente y la región del Golfo Pérsico, al que debe sumarse la desestabilización programada de Siria por las potencias occidentales, la creciente hostilidad de Estados Unidos y Europa contra el gobierno de Irán, el viejo conflicto palestino-israelí, la guerra en Afganistán y la precaria paz en el vecino Pakistán. De hecho, las circunstancias en Irak y en Siria se interconectan por la presencia de miles de refugiados iraquíes en el país vecino y por los lazos entre los rebeldes sirios, predominantemente sunitas, y la comunidad correspondiente en Irak.
Mientras Irak se aproxima a cumplir una década en guerra –por más que George W. Bush haya declarado el fin del conflicto armado en fecha tan prematura como mayo de 2003–, la región entera avanza hacia la desestabilización. En ambos escenarios el factor central es la intervención criminal y torpe de Occidente.