uchos mexicanos creen que el 1º de julio eligieron libre y masivamente presidente, gobernadores, diputados, senadores… Saben que hubo problemas y que la versión idílica del proceso que trazan Calderón, el IFE o el PRI guarda escasa relación con la realidad. Pero les guste o no el resultado, piensan que debemos mirar hacia adelante y no perder el tiempo en confrontaciones que pueden llevar a la violencia y el caos.
Otros muchos, que apostaron por el cambio, quieren someter las instituciones a la prueba final del ácido. Piensan que la lucha legal y la movilización social pueden conseguir que el Trife anule la elección, lo cual no sólo sería legal y justo, sino que representaría una oportunidad extraordinaria de cambio político. Se aferran a esa posibilidad para abatir su frustración actual y porque no pueden escapar del marco de referencia de las instituciones. Igual que los primeros, no saben pensar desde fuera de ellas.
Mientras, se extiende rápidamente una actitud diferente, que descompone con ingenio y lucidez la mancha del aceite de cinismo, descaro y amenazas con que se pretende calmar el mar agitado de la indignación general.
Quienes adoptan esa actitud aceptan que valdría la pena probar el camino novedoso de anular la elección, aunque se tenga que pagar el alto precio de soportar otro año de campañas y de renovar la confianza general en instituciones en decadencia. Pero no creen que sea posible. Por eso se dedican a explorar opciones.
Una imagen empieza a recoger el estado de ánimo. Si una edificación se cae tras un terremoto, nadie empezaría la reconstrucción por el techo; hay que limpiar primero el terreno y luego reparar los cimientos. Para reconstruir el país destrozado, en estado de emergencia, hay que concentrarse en el suelo social y depender de la gente común que lo habita, no de líderes, ideologías, vanguardias o partidos. Sólo los hombres y mujeres ordinarios de comunidades, barrios y colonias pueden recomponer el tejido social y empezar la obra de regeneración. Cuando llegue el momento se ocuparán de ponerle techo a la nueva construcción. Así ha sido siempre tras un desastre… y cuando se trata de cambiar un régimen.
Para este grupo creciente, el 1º de julio se desgarró el último velo que cubría las instituciones democráticas
. Se hizo evidente que sólo sirven para tratar de disimular el carácter despótico del régimen. Les parece ridículo seguir discutiendo sobre sus colores o supuestos remedios, cuando los operadores del sistema presionan ya por cerrar el ciclo y acelerar la implementación de la agenda siniestra que han comprometido: entregar lo que queda del país a la ocupación privada y profundizar violencia e intimidación para facilitar esa entrega y someter el descontento. Creen contar con una sólida base social, además de sus porros, paramilitares y organizaciones mafiosas.
Quienes consideran obsoleta la convicción leninista de que lo importante es tomar el poder
conquistando los aparatos de Estado, por cauces legales o golpes de mano o de fuerza, se concentran en desmantelarlos. En vez de buscar el poder de arriba, por cualquier vía, estructuran y organizan el poder de abajo. En vez de persistir en la fantasía de democratizar la democracia liberal o suavizar el despotismo democrático con mayor participación ciudadana, crean auténtica democracia donde la gente está. Esta alternativa no puede colgarse de programas imaginados por dirigentes, sino que se construye desde abajo como plan nacional de lucha. Por eso, quizás, la descalifican quienes hacen grandes planes para evitar la imposición
. Discursos grandilocuentes con retórica pretendidamente radical sofocan las voces de quienes presentan esa visión alternativa. Pero esas voces son las realmente radicales y en ellas parece encontrarse la esperanza. No se dejarán gobernar por los de arriba, quienesquiera sean.
Hace unos días Stephane Grueso resumió el movimiento equivalente en España en términos que sería muy útil escuchar aquí: “Decimos que esta es una revolución popular. Nosotros somos el pueblo. No somos un partido. No somos un sindicato. No somos una asociación. No somos indignados. No estamos enojados. Somos el pueblo. Estamos en todas partes. Aquí, en Madrid, cada fin de semana hay 104 asambleas de vecinos. En cada una de las asambleas hay de cinco a 15 personas que se reúnen para hablar de política en gran escala, de lograr la paz en el mundo, pero también de política en pequeña escala: qué problemas enfrentamos en nuestro vecindario. Esto sucede cada semana y esto es el 15-M. Estamos conectados y trabajamos juntos en España y con otros países. Estamos logrando cosas, no nos hemos detenido. No somos tan visibles ahora, pero seguimos trabajando y volveremos a salir a las calles”.