ada es tan fundamentalmente demandado como un empleo. Más todavía, un buen empleo. Y digo fundamentalmente porque es cierto –como un buen número de amables lectores me lo ha comentado en estos días– que la alimentación, el vestido, la vivienda, entre otras necesidades básicas, también representan parte medular de la preocupación cotidiana de personas y familias. Pero, quien tiene un buen empleo tiene –por decir lo menos– capacidad para solventar esas y otras necesidades. En cambio –como gusta decir Perogrullo– quien no lo tiene, no la tiene. Más aún, el grado en que se disponga de las cosas útiles, necesarias, convenientes y gratas de la vida –dice Adam Smith– depende de la mayor o menor capacidad productiva del trabajo, del empleo y, sin duda, del mayor o menor ingreso que permita.
A decir de algunos buenos especialistas en ocupación y empleo (por ejemplo Brígida García en análisis del empleo y la familia, Mercedes Pedrero en investigaciones sobre género y trabajo doméstico y extradoméstico, Hilda Eugenia Rodríguez Loredo en estudios de género, Carlos Salas en trabajos sobre ocupación, pobreza y programas sociales, el mismo Salas con Luis Quintana y Blanca Garza en algunas comparaciones internacionales del empleo y –para sólo señalar uno más– Eduardo Zepeda en estudios sobre restructuración económica, empleo, cambio técnico y salarios) tener un buen empleo no se reduce a tener un buen salario. Es necesario –acotan– tener acceso a la seguridad social, a los derechos de trabajo (pensión por cesantía, retiro o vejez, entre otros) y –sin duda– estabilidad laboral. ¡Y qué decir de los derechos a la contratación colectiva, a la sindicalización y a la huelga¡ Por cierto, a decir de algunos de estos especialistas, el empleo en micro-unidades (cinco o menos trabajadores que, por cierto, incluye el trabajo por cuenta propia y en el que sobresale el comercio al por menor y los servicios personales) es el más abundante
de los últimos años en México (más de 80 por ciento de los nuevos empleos de 2008 en adelante).
Pero no es un buen ejemplo de buen empleo. En números redondos, una población de 115 millones de habitantes (52 por ciento mujeres) en el México doliente de hoy, cuenta con una población económicamente activa (PEA) de 50 millones de personas, 30 del género masculino y 20 del femenino. Los hombres de la PEA representan 56 por ciento de la población masculina total. Y las mujeres apenas 32 por ciento de la población femenina total. El último registro oficial (primer trimestre de 2012) indica una ocupación cercana a 95 por ciento.
Así, la desocupación oficial –cercana a 5 por ciento de la PEA– es equivalente a 2 y medio millones de personas. Lamentablemente 30 por ciento de la ocupación es del llamado empleo informal
, es decir, en el que por lo general hay precariedad, mal salario y malas prestaciones. Por eso, si a las personas oficialmente desempleadas sumamos las que oficialmente tienen una ocupación reconocida como insatisfactoria –por salario, prestaciones o tipo de ocupación en sí– el número de personas que se encuentra en búsqueda de empleo (identificado oficialmente como tasa de ocupación parcial y desocupación) supera los 5 y medio millones. La mitad es de mujeres. Terrible realidad a enfrentar en los próximos años. Más todavía si reconocemos –como dicen las cuentas oficiales– que los pagos a los ocupados tienen un peso reciente de entre 29 y 32 por ciento en el producto interno bruto (PIB). Esto contrasta con 37 o 38 por ciento que registraran las llamadas remuneraciones a los asalariados a finales de los 80. En buen romance: no menos de seis, siete u ocho puntos del PIB que se destinaban a los ocupados, hoy son beneficios brutos de los empleadores o impuestos netos de subsidios del gobierno. Pero ¿qué es lo que explica el número de empleos existentes y –eventualmente su incremento o su disminución? La respuesta académica es sencilla: el nivel de la actividad económica. Pero explicar no sólo este nivel de la actividad económico, sino su estructuración productiva, laboral y salarial, exige estudiar con detenimiento algunas variables económicas fundamentales. Una de ellas –sin duda– la de la formación de capital o inversión, que determina –en última instancia– no sólo ese nivel de actividad económica, sino su estructura.
Y en el mundo económico de hoy –abierto e internacionalizado– atrás de esa formación de capital o inversión se encuentra –¡qué duda cabe¡– la mayor o menor competitividad, es decir, la mayor o menor capacidad productiva del trabajo y su correlato, la capacidad de ahorro. Por eso, en una segunda aproximación a este requerimiento social fundamental –el empleo– profundizaremos sobre la evolución del ahorro, la inversión y la productividad social del trabajo. Y nos ayudaremos de especialistas para ello. Sin duda.
NB Observé desde hace muchos años el trabajo y las preocupaciones del arquitecto Jorge Legorreta, como observé y he seguido el trabajo de arquitectos y urbanistas imprescindibles para nuestro país, para nuestra ciudad: Copevi, Cenvi, Talleres de la UNAM y Grupos de la UAM. Y muchos más, muy pero muy brillantes y que –como dijo Iván Restrepo de Jorge Legorreta– con responsabilidades públicas que no utilizaron para enriquecerse. Vaya un reconocimiento a ellos. Extrañaremos ver a Jorge cruzar todos los días por la Roma para ir a su oficina en el hermoso basement
de la Casa del Poeta. Abrazo a su familia.