éxico es una ciudad en donde mucho de lo que se construye acaba en la ruina y, por imprevisión, algunos de nuestros monumentos más antiguos y bellos se degradan, a veces de manera irremediable. Pongo un ejemplo de mi barrio: en la plaza de la Conchita, uno de los edificios más emblemáticos de Coyoacán, la capillita situada frente a la casa de la Malinche, también muy maltratada, está en grave peligro por falta de coordinación entre las distintas autoridades de las que depende y los diferentes delegados a los que hemos dado nuestro voto son impresentables.
No hay remedio, cada vez es más vigente el título de la novela de Jorge Ibarbengüengoitia, premiada en 1975.
A veces no me queda más remedio que atravesar la ciudad y tomar el periférico, perpetuamente en construcción. Antes de llegar a él, debo pasar por distintas avenidas cada vez más transitadas donde se exhibe la flora y la fauna de la ciudad, ahora exacerbada por ser tiempo de elecciones: un desfile de ciclistas lleva a rastras un enorme letrero anunciando a Priscilla, nombre de pila de una candidata a diputada por el PAN; al lado, en los postes y en los árboles –o donde puedan colgarse– otros carteles promoviendo a candidatos a senadores, a delegados, a diputados de todos los partidos, algunos de los cuales son prácticamente ilegibles por las inclemencias del tiempo, es decir, y con palabras redundantes, están hechos chicharrón, además de producir un cúmulo de basura que deberá ser eliminada o se alineará en montones poco pulcros en las esquinas, la basura de los verdes, los del PRI, los de PAN, los de PT, los del PRD: difieren sus colores pero no la sonrisa de sus rostros, perfecta, como si acabasen de salir del consultorio de un dentista dedicado a la cosmética oral y maxilofacial. Entreveo varios anuncios, representan a un candidato regordete, copetudo y cachetón, un verdadero clon de Enrique Peña Nieto, obviamente del PRI (¿Se imaginan?, ¿un gobierno repleto de clones cachetones?).
Bocinazos, aire contaminado e innumerables vehículos circulan a vuelta de rueda por Miguel Ángel de Quevedo, el apóstol del árbol; y al llegar al semáforo se apelmazan numerosos vendedores de paraguas, de espejos, de lámparas, de mapas y, junto, malabaristas y payasos; de pronto, la voz célebre y gangosa del vendedor de tamales –tamales calientitos, tamales oaxaqueños
–, compitiendo con la angustiada y morosa de alfombras, colchones, refrigeradores, lavadoras, estufas...
que renueva el clásico pregón fierros viejos que vendan
; asimismo, reaparecen los que ofrecen alegrías, flores o camotes, palabra impronunciable en esta región.
Después de muchos contratiempos llegamos al periférico con sus enormes bloques de cemento armado al lado del camino, unos nuevos y otros ya oxidados, zanjas excavadas, grúas, camiones con material, puentes provisionales y frágiles, cerca de otros inutilizados por las nuevas obras, algunos obreros, pocos en verdad, un panorama realmente macabro: la inefable y reiterativa construcción de ruinas.
Como ya no es hora pico, el taxi donde viajo empieza a ganar velocidad y cuando el segundo piso ya instalado no me lo impide puedo ver los anuncios espectaculares de ropa interior o diversas marcas de whiskeys, rones, tequilas y películas, series televisivas a punto de estrenarse, al lado de los carteles de propaganda electoral; también nuevos edificios en hilera construidos a toda prisa para sustituir casas o edificios más antiguos. Sepultado entre escombros y varillas alcanzo a ver un piano Petroff, objeto, pienso, casi obsoleto; más adelante dos antiguos conventos, fundados en el siglo XVIII a las afueras de la ciudad, uno de ellos convertido ahora en museo de la cartografía, cuyo acervo nadie consultará porque su acceso es infranqueable. Por una de las laterales intenta entrar un camión del ejército, va repleto de soldados con sus flamantes uniformes y una amplia sonrisa ilumina sus rostros ¿Por qué estarán tan contentos?