La Manta
n esto de la música, son raras las ocasiones en que la palabra recrear
se convierte en un hecho transparente, profundo, en el ejercicio donde logras hacerte y asirte de un tema hasta entonces ajeno, de una realidad que flotaba ya en el tiempo para hacerla tuya, para darle nuevos motivos y replantear sus formas, para mostrarle que en sus adentros (y en sus afueras) existen nuevos modos y nuevos perfiles que la hacen girar sin que esto perturbe ni el carácter ni el aroma que le dieron vida.
En el jazz, por supuesto, la recreación es un hecho intrínseco del ser y del estar, con el extra de la espontaneidad y la inmediatez de que los jazzistas lo imaginan, lo conciben y lo interpretan en un mismo instante. Improvisan. Jazzean. Subvierten compases y armonías.
Pero dejemos las obviedades y hablemos de un nuevo grupo llamado La Manta. Cinco veinteañeros de distintos puntos del país que coincidieron en las empinadas y mágicas calles de Jalapa, que comparten el gusto por las músicas tradicionales de estas tierras y por los códigos del jazz, que mantienen un buen nivel técnico como instrumentistas, que evidencian las sacras pasiones y las benditas perversiones del artista nato, y que nos acaban de apantallar con su primer disco compacto: La Manta.
Al frente de su propuesta, en cada uno de sus temas, aparece el enorme mosaico de música mestiza que los abuelos y los bisabuelos han ido trazando en estos territorios. Por aquí se asoman los sones de la huasteca potosina y la tamaulipeca, el son jarocho, el son istmeño, las chilenas oaxaqueñas, la misteriosa petenera y los huapangos norteños; pero también aparecen algunas canciones propias que el quinteto propone como síntesis del bagaje y la simiente que con tanto placer arrastran. La voz de Eloy Fernando, por ejemplo, es un derroche de filin y autenticidad.
Una vez planteado el contenido de sus alforjas, los chavos restructuran algunos pasajes armónicos, filtran texturas y fraseos por la pictografía contemporánea, se ponen a improvisar con soltura (y con recato innecesario) y la música tradicional mexicana se despliega por la gramática del jazz. Lo interesante, como en los casos de otros grupos que rediseñan la música étnica a través del jazz (Huazzteco, Nunduva Yaa, Na’rimbo, etcétera), es que el son nunca deja de ser son ni el huapango deja de ser hupango, y todo ensambla en esto que todavía reconocemos como jazz.
La vanguardia es la que va al frente, dando giros y proponiendo rutas (que no dando maromas y escupiendo contra el viento).
Ramiro González llegó de Ciudad Victoria, Tamaulipas, y se encarga de la flauta transversa y el sax alto; Carlos Zambrano es de San Luis Potosí capital y toca el bajo fretless; Hiram Marcor (batería) y Manuel López (percusiones) ya vivían en Jalapa cuando se armó el grupo, pero la familia del primero venía de Sonora y la del segundo llegaba del sur de Veracruz; finalmente, Eloy Fernando, de la huasteca potosina, canta y toca las jaranas, la guitarra veracruzana y el bajoquinto. Un rostro más del jazz mestizo.
Rodolfo Popo Sánchez
Y así como surgen cambios e innovaciones desde Jalapa, en esta misma ciudad se encuentran muchas de las bases y cimientos que dan soporte a las nuevas generaciones. Una de las más importantes es, sin duda alguna, la presencia del maestro Rodolfo Popo Sánchez (Uruapan, Michoacán, 1939), quien radica en la capital veracruzana desde abril de 1997.
Saxofonista y flautista de excepción, Rodolfo es hijo del michoacano Rodolfo Sánchez Espinoza (Uruapan, 1918), quien después de tocar trombón y guitarra en distintas bandas locales, llegó a la ciudad de México para incorporarse como bajista en la orquesta de Luis Arcaraz. Popo Sánchez llega al Distrito Federal a los 15 años.
Pero no hay espacio para más historia. Hablemos mejor del nuevo disco del maestro, que desde el título, En magnífico estado, nos habla de las condiciones y los niveles en que se encuentra su música. A los 73 años, pocos instrumentistas logran mantener tanto vigor y frescura en sus propuestas. Sólo escúchenlo.
Aquí incluye ocho temas de su cosecha, donde las baladas, el swing, el huapango y el son abajeño aparecen intermitentemente, también en magnífico estado, y ratifican el estilo y el fraseo que tanto a impresionado a tres generaciones de jazzófilos, aunque en lo particular, lo que más nos llama la atención de este disco, es el vigor y la frescura con que Popo va decantando cada una de sus piezas. Ese imperturbable tono narrativo (atemporal y definitivo), la sensibilidad con que entona cada frase.
Y luego llegan las apropiaciones laristas (volvemos a la recreación) con Veracruz y Granada… En estos tiempos tan ciertos, cuando la vulgaridad, la codicia y la voracidad parecieran el común denominador de la especie, qué grato es encontrarte con la sobriedad y la elegancia de estos discos. Salud.