n la recta final de la carrera por la Presidencia, lo que más ha dolido al sistema caduco que está por cambiar, al PRI y al PAN, al PRIAN, a los empresarios de la punta de la pirámide, es la propuesta de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) de una política de austeridad, de moderación en los gastos públicos superfluos, supresión del despilfarro y disminución de los salarios altísimos de la burocracia dorada.
Si se pueden ahorrar 3 mil millones de pesos o no, es lo de menos; ya dieron cifras los que de esto saben; argumentos en favor, con datos del presupuesto en la mano, fueron expuestos por Fernando Turner en una detallada declaración a los medios y por Pablo Moctezuma Barragán en una concisa carta a El Correo Ilustrado, de La Jornada.
El fondo de la discusión no es, sin embargo, de carácter económico; en el centro de este debate está la dirección ética de los sistemas políticos que se enfrentan: el que viene desde abajo, emergiendo con fuerza y razones sólidas, y el que se resiste a ser removido; las cifras dadas en campaña no pueden tener la precisión de una maquinaria de relojería; son indicativas de una intención política y de una ética personal y colectiva.
Aun cuando no se alcanzara con los ahorros obtenidos con austeridad y honradez la cifra propuesta, lo que debiera discutirse es si esa política es la adecuada para el gobierno de un país con más de 60 millones de pobres, en el que no hay empleo y la pobreza extrema avanza por todas partes, o si es mejor continuar, como propone el CCE, con los sueldos faraónicos para los altos funcionarios.
Felipe Calderón, en este tema central, no pudo mantener la imparcialidad, como es su deber; no resistió intervenir en la contienda electoral y dijo algo con lo que cargará en adelante, que confirmó su posición ética en política: afirmó que en el diseño y ejecución de las políticas públicas no basta la buena fe, que la rectitud no basta y que se requiere precisión técnica contable.
Esto es, en el fondo, que el sistema tecnocrático que ha llevado al país a la pobre situación en que se encuentra debe continuar, a pesar de resultados negativos en desempleo, marginación y falta de crecimiento evidentes en los últimos treinta años; menospreció el valor de la buena fe, de la intención correcta para afrontar los problemas de México y apostó nuevamente, igual que sus predecesores –el panista y los priístas–, a la petulancia de los economistas, que con muchas ínfulas obtenidas en el extranjero no han podido sacar la economía de México adelante.
También, los señores Roberto Gil e Hildebrando Zavala, cercanos al mismo Calderón, salen a la palestra recomendando al dirigente del cambio verdadero tomar clases de economía; ellos son los que deben volver a sus escuelas y a sus maestros. Han olvidado al filósofo del derecho Rafael Preciado Hernández, al maestro José González Torres y a otros antiguos militantes de su partido, que pugnaban, por encima de valores puramente económicos, por el respeto a los principios éticos y se inclinaban por el bien común, que debiera privilegiarse, según la vieja doctrina, a los intereses sectoriales o personales. A estudiar ética o a recordarla; la economía es una técnica al servicio de la moral política, no a la inversa.
López Obrador propuso un gobierno austero, reducir sueldo de los altos puestos del servicio público, no de todos los empleados públicos como los asustados detractores han insinuado, pues no es un sistema justo en el que hay gobernantes riquísimos y gobernados paupérrimos y ¿qué le contestan? Que no están bien las cuentas, que las cifras mencionadas por él no alcanzan y tildan de mentira la propuesta, porque no es posible, desde su óptica, ahorrar lo que se pretende.
No discuten si es buena o no la propuesta de austeridad; dan vuelta al tema central y aturden y confunden, repitiendo hasta el cansancio que no se puede porque no habría ahorro que alcanzara, sin considerar si la idea en sí misma, de cambiar la situación actual de injusticia por otra de mayor equidad, es buena o no.
Olvidan también que las fuentes de ahorro propuestas no sólo serán moderar los altos salarios, sino también ahorrar en viáticos, vehículos de lujo, comidas y bebidas, gastos médicos a cargo de erario, caudas de ayudantes, etcétera, y mandan la consigna a sus incondicionales de micrófonos y plumas al servicio del statu quo para que dejen a un lado el punto fino del asunto y, al viejo estilo de los pícaros de barrio, gritan: ¡al ladrón, al ladrón!, para desviar la atención a asuntos secundarios.
Una cuestión de ética política, la pretenden envolver en una cortina de humo, en algo secundario: si alcanzará o no, si serán suficientes los ahorros, olvidando que en el caso del Distrito Federal, ante las mismas críticas, se demostró en la práctica que sí es posible gastar bien y con honradez, si existe buena fe y la decisión firme de hacerlo. Ésa y no otra es por lo pronto la cuestión.