reo que no pasaron más de dos semanas en las que tuvimos noticias excesivamente negativas sobre el fallecimiento, por cierto totalmente inesperado, de dos mexicanos ilustres con los que me unía cierta amistad: con Carlos Fuentes, además una relación constante y muy cordial, y con Jorge Carpizo, precisamente en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, donde formábamos parte de una comisión revisora de otras comisiones, lo cual no era muy divertido.
Me sorprendió una carta que Margarita de la Villa me envió desde Madrid sin recordar quién se la hizo llegar, en la que Jorge prácticamente anuncia su muerte y que, por lo visto, le entregó a su hermano. No hay nada trágico en ella y da la impresión de que Jorge jugaba a escribir sobre su posible fin sin tener ningún antecedente que permitiera presumirlo. Físicamente era un hombre sin problemas, tal como lo vi la última vez en el instituto. Además, siempre de buen humor y ajeno al enorme prestigio que tenía y que todos reconocíamos. Su fallecimiento nos tomó por sorpresa.
Con Carlos Fuentes pasó algo similar, aunque sin anuncios de ninguna clase. Tuve el gusto de saludarlo hace años y charlar con él, obviamente, tratando temas de su obra, prolífica y grata, cuya lectura ha formado parte muy importante de mi vida de lector desde los tiempos de sus primeras obras, en especial La región más transparente, siempre de fácil lectura y además con una visión muy particular sobre la realidad mexicana. Fue testigo insuperable y, por supuesto, en el mundo tan importante de la literatura hispanoamericana ocupó merecidamente un lugar de excepción. Últimamente solía leerlo en sus colaboraciones para El País, en las que descubría uno su sentido universal como testigo excepcional de los quehaceres del mundo.
Nuestro entorno literario se está quedando vacío. Los nombres de Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, entre otros, que siempre los teníamos al lado, simplemente han abierto la puerta de salida sin que hubiera motivo para alejarse de nuestro mundo. Da la impresión de que se aburrieron del ambiente y prefirieron ser historia que presencia. Tal vez no les faltaba razón. Menos mal que las obras no necesariamente siguen los pasos de los autores. Gracias a eso disfruto mis encuentros con Miguel de Cervantes y con Benito Pérez Galdós, entre otros muchos, sin olvidar a Moliére, La Fontaine y, más recientemente, a Vargas Llosa, entre otros muchos.
De cualquier modo queda una sensación de vacío. Carlos Fuentes era testigo permanente de lo bueno y lo malo de nuestro mundo. Y de Carlos Monsiváis no puedo menos que recordar su permanente agresividad no exenta de razones. Galdós me muestra una España histórica, con cierta ternura romántica, y con Cervantes, más allá de El Quijote, que he leído varias veces, no puedo olvidar sus famosos entremeses que alguna vez, hace años, tuve oportunidad de presentar en escena.
La verdad es que mi descanso es leer. Cuando termino mi jornada de abogado llego a casa en busca del libro que pude localizar entre otros en mi biblioteca, y me paso un buen rato antes de rendirme al sueño, que me alcanza fácilmente.
Mis maletas de viaje y siempre mi portafolio, de mayor capacidad, se llenan de libros con enorme facilidad. Podría hacer referencia a la duración de mis viajes por los libros que he leído y que, curiosamente, no suelen ser obras técnicas relacionadas con mi especialidad laboral. Entre otras cosas, por eso disfruto París, que alrededor del Sena ofrece una literatura impresionante.
Claro está que también me gusta escribir. Lo hago con frecuencia, aunque reconozco que dejo muchos textos sin terminar. Trabajo ahora con mis Memorias, que me ha pedido Porrúa, pero es un libro por etapas, a veces demasiado espaciadas. Claro está que me divierte aislar algún momento, que no han sido pocos, para narrarlo y revivirlo.
De todas maneras nos van a hacer falta Jorge Carpizo y Carlos Fuentes. Formaban parte de nuestro entorno permanente. Habrá que leerlos de nuevo.