26 de mayo de 2012     Número 56

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Polifonías Virtudes de la diversidad sinérgica


FOTO: Angélica Portales

Armando Bartra

El renovado protagonismo de los campesinos se inscribe en un curso histórico cuyos viejos patrones están tronados y donde el desarrollo, como vía a la modernidad de los pueblos demorados, está tan desacreditado como la propia modernidad.Los nuevos paradigmas no vendrán del socialismo real que estatizó las agroempresas de alto potencial dejando las tierras y cultivos marginales a los pequeños productores y las cooperativas. Pero tampoco un capitalismo cuya utopía consiste en deshacerse de los campesinos, industrializar los cultivos y suprimir el condicionamiento natural de la producción agropecuaria.Y si la salida no está en el capitalismo ni en el socialismo, habrá que inventarla, y para ello es pertinente volver la vista a la racionalidad con que viven, trabajan y resisten los campesinos modernos. Una lógica socioeconómica inserta en el mercado y que ha incorporado el desdoblamiento por el que a los bienes se les pone precio, pero que se resiste a interiorizar la inversión por la que el precio subyuga al uso.

Hacia una economía moral.La racionalidad capitalista presidida por el valor de cambio y movida por el lucro no resuelve las crisis de escasez; al contrario, las provoca al violentar al hombre y a la naturaleza. Entonces, para salir del atolladero habrá que regresar a la racionalidad socio-ambiental del valor de uso, dinámica alterna que no niega la función de los valores de cambio pero les baja los humos. Lo que inspira este paradigma de repuesto no es tanto un sistema de conceptos como la presencia viva de productores y consumidores con rostro humano, porque en primera instancia la economía moral no es un frío mecanismo productivo sino una cálida relación social; no una mecánica de los objetos –como la capitalista– sino una dialéctica de los sujetos, sustento de colectividades fraternas donde producción, intercambio y consumo responden a consideraciones socioculturales. Y en la tarea de imaginar este orden inédito, las comunidades agrarias –aun si desolladas– pueden ser inspiradoras.

Racionalidad socioeconómica doméstica.No es virtud menor de los rústicos el que ellos y sus comunidades sean vertiginosamente diversos pues a estas alturas nadie quiere utopías unánimes y en serie. Pero hay un orden en su pluralidad, una clave que es importante rescatar si en verdad queremos aprender de ellos; elemento unificador de la diversidad campesina, que no es conjunto fijo de características sintetizables en una definición, sino racionalidad y sistema de valores; lógica y valores que a su vez remiten no a las cosas estructuradas sino al sujeto que las estructura, no a una mecánica sino a una teleología, no a un entramado que podemos explicar separando analíticamente sus partes sino a un curso dialéctico aprehensible por empatía, por afinidad moral con su gestor. Hace cien años el ruso Alexander Chayanov llamó bienestar a este impulso, en el mundo andino le llaman buen vivir.

Siempre más o menos comunitario, el de los campesinos es un trajín material y también simbólico en que se producen bienes a la vez que relaciones y significados. Pero en su dimensión estrictamente socioeconómica, esta racionalidad puede abstraerse y representarse en un modelo; construcción conceptual capaz de dar razón del comportamiento de las familias campesinas en tanto que unidades de producción y consumo que no son empresas capitalistas imperfectas, sino células socioeconómicas portadoras de una racionalidad específica cuyas decisiones se fundan en cálculos precisos, de modo que para entender o anticipar su comportamiento es necesario identificar las variables que manejan y correlacionan.

Sin embargo la lógica campesina no es simplemente económica sino socioeconómica, pues articula producción, consumo productivo y consumo final en evaluaciones unitarias donde el factor decisivo son las culturalmente determinadas necesidades y aspiraciones de la familia. La teleología del pequeño productor directo está presidida por un objetivo complejo, diverso y cambiante al que aquí he llamado bienestar o buen vivir.


FOTO: Bob Wagner Orquesta

Entre los campesinos la especialización extrema es una anomalía, de modo que las decisiones referentes a la actividad presuntamente dominante de un productor siempre múltiple, están invariablemente condicionadas con el resto de su desempeño. La economía doméstica ha sido y es diversificada y aunque el campesino puede abordar por separado las variables de cada actividad, su cálculo económico es unitario y las decisiones sobre las partes son tomadas considerando el conjunto.

Esta racionalidad, identificable en la unidad doméstica campesina pero que opera por medio de la comunidad, configura un territorio y conlleva un imaginario colectivo y un sistema de valores, no se debilita sino que se refuerza y profundiza con las mudanzas en el entorno mayor que resultan de las modalidades históricas que va adoptando el capitalismo. Los campesinos y sus comunidades están en perpetuo cambio pues de su oportunista plasticidad depende que perduren. Pero sus transformaciones responden a una terca racionalidad, a un paradigma subyacente que no es eterno pero si longevo.

En el mundo rural, el trabajo y el ingreso son cada vez menos agrícolas y las formas de vida cada vez más urbanas, sin embargo el núcleo duro de la condición campesina se mantiene por mucho más tiempo de lo que piensan los sostenedores de la nueva ruralidad.

En la pluriactividad como estrategia de sobrevivencia de las familias rústicas, es frecuente que la producción por cuenta propia aporte la porción menor de unos ingresos que provienen principalmente del trabajo asalariado, del pequeño comercio o de transferencias como subsidios públicos y remesas de migrantes, y es habitual también que esta producción con medios familiares ya no sea agropecuaria sino artesanal o de servicios. Sin embargo, por mediado que esté, en el mundo rural se mantiene un nexo perceptible entre esfuerzo y recompensa, entre producción y consumo, nexo que es el corazón de la racionalidad campesina y resulta clave a la hora de tomar decisiones que permitirán mantener en operación a la economía doméstica y la vida comunitaria.

Yo puedo no ser agricultor sino comerciante, mecánico, fondera o cura de pueblo, pero si no llovió a tiempo o si llovió demasiado; si se alargó el veranito o si se adelantó la helada; si se cayó el precio del cacao, de la jamaica o del café, sé que este año va a ser malo; malo para los que perdieron su cosecha o la malbarataron y malo para todos. Y este nexo perceptible entre producción y consumo final es el que se rompe tendencialmente en la sociedad capitalista y está del todo ausente en la racionalidad de la empresa, en la lógica familiar del obrero fabril y, en general, en la vida urbana.

Diversidad entreverada.La clave de esta racionalidad –y su diferencia específica con la lógica emparejadora propia del capitalismo– está en la diversidad articulada y sinérgica que caracteriza a los campesinos. Una pluralidad dinámica y cambiante, fuente de la plasticidad y el oportunismo que explican su transcivilizatoria capacidad de sobrevivir a toda clase de sistemas predadores, a las exacciones más inicuas y a los peores percances naturales.

La estrategia campesina diversificada vale para los individuos no profesionalizados, que son mayoría en el medio rural; vale para las familias multiactivas, predominantes en el campo, y vale para la sinérgica pluralidad de casi todas las comunidades agrarias. Vale también para ciertos colectivos supracomunitarios: formas asociativas que paradójicamente resultan heterodoxas por cuanto adoptan no los modelos organizativos caros al sistema dominante, sino los usos y costumbres de quienes las componen.

Y es que algunos piensan que las organizaciones campesinas modernas deben buscar su modelo en las figuras propias de la sociedad capitalista: el sindicato, para impulsar la lucha reivindicativa, y la empresa, para encarar los retos de la producción y el consumo. Pero numerosas experiencias documentan que no es así, que el modelo más virtuoso es el de la familia y la comunidad.

La organización como familia extendida. El término empresa asociativa, empleado con frecuencia para designar a las organizaciones de productores directos, es una fórmula pobre, reduccionista y engañosa. La polifónica experiencia de la Cooperativa Tosepan Titataniske, fundada hace 30 años y que hoy agrupa campesinos nahuas y totonacos de la sierra de Puebla, es prueba contundente de que la designación empresa –así se la adjetive– le queda chica a este tipo de proyectos multiactivos.


FOTO: Esteban Luis Cabrera Santiago

La organización, nacida a principios de los 80s de la pasada centuria a raíz de una lucha contra los altos precios de los alimentos, embarnece y se consolida en la medida en que es capaz de acopiar y vender a buen precio la producción de café y de pimienta de los pequeños productores de la región. En este sentido la Tosepan funciona como una empresa: una buena empresa capaz de sobrevivir a las inclemencias del mercado desregulado donde se comercializa el grano aromático después de que en 1989 se cancelaron los acuerdos económicos de la Organización Internacional del Café. Pero lo que le da consistenciaa la cooperativa y fuerza identitaria a su camiseta, es que a lo largo de los años fue desplegando diversas áreas de actividad: desarrollo de la infraestructura caminera de una región que en temporada de lluvias quedaba aislada; diversificación productiva tanto comercial como de autoconsumo y tanto agrícola como agroindustrial y de servicios; asesoría técnica con enfoque agroecológico; viverismo para producir plantas de café pero también árboles maderables con fines de reforestación; abasto de básicos; educación y formación técnica; comunicación popular; vivienda alternativa; ahorro y préstamo; seguro de vida; recuperación de la lengua y de la diversidad biológica; promoción de la salud y atención de la enfermedad (…)

La Tosepan es emblemática, pero muchas otras empresas asociativas marchan por el mismo camino. Y es que el modelo de la organización campesina no es el especializado de la empresa capitalista, ni tampoco el uniforme del sindicato obrero, sino el holista y polifónico paradigma que inspira a las familias y las comunidades: socialidades solidarias, pluriactivas y sinérgicas que, para decirlo con una palabra de origen nahua, apapachan a sus miembros; cobijan material y espiritualmente a los parientes o agremiados: en las buenas y en las malas, desde la infancia hasta la vejez...

Hacer milpa. Familias campesinas, comunidades agrarias, movimientos sociales rurales y organizaciones polifónicas comparten un mismo modelo de pluralidad entreverada y virtuosa. Paradigma que se puede construir conceptualmente, pero prefiero transmitir mediante una alegoría referida al tipo de relación productiva que los rústicos guardan con la naturaleza. Y es que en Mesoamérica los hombres y las mujeres de la tierra hacen milpa: hacen milpa cuando producen mediante sutiles policultivos, pero también hacen milpa por el modo en que construyen sus barrocas culturas y sus abigarradas relaciones sociales.

Desmesurada, extravagante, excesiva y grotesca. Así se percibe la milpa desde el clasicismo chato de un monocultivo que ve confusión donde hay complejidad. En un sentido más profundo, la milpa es barroca por cuanto sus partes, aun si heterogéneas, son inseparables del todo. Lo es también porque, como el paradigma estético del que viene el concepto, la milpa no es uniforme sino que adopta modalidades distintas según los lugares y los tiempos. Y como el barroco latinoamericano, la milpa es sincrética, contaminada, híbrida, un agrosistema mestizo al que se fueron incorporando especies y prácticas agrícolas de diferentes orígenes. No es casual que nuestro barroco haya florecido en Mesoamérica y Los Andes, regiones que fueron cuna de dos grandes culturas a las que podemos llamar milperas, extrapolando al conuco caribeño y la siembra por pisos ecológicos de los incas, un término nahua que en rigor sólo es propio de las primeras.

Los mesoamericanos no sembramos maíz, los mesoamericanos hacemos milpa. Y son cosas distintas, porque el maíz es planta y la milpa modo de vida. La milpa es matriz de la civilización mesoamericana. Plausible estrategia de cultivo, la milpa es también paradigma de vida buena compartido por muchos pueblos agrícolas, pues la forma en que se produce el sustento se traduce en cosmovisión.

Sin duda la vieja Mesoamérica no era un edén y los mexicas fueron cabrones. Pero también eran respetuosos de la diversidad cultural de los pueblos tributarios: “los reyes mexicanos (…) en todas las provincias que conquistaban (…) dejaban los señores naturales della en sus señoríos (…) e les dejaban en sus usos e costumbres y manera de gobierno”, escribe Alonso de Zurita en su Breve y sumaria relación de los señores de la Nueva España, de modo que a la llegada de los españoles, a los aztecas les fue fácil aceptar que tuvieran otros dioses, no así que quisieran imponerlos. ¿Por qué no suponer que el paradigma milpero está detrás de los rasgos pluralistas del despotismo tributario precolombino?

Los ecosistemas sutiles de diversidad abigarrada en frágil equilibrio son nuestro sino, nuestra fatalidad natural. Hagamos de ellos patrimonio, virtud, ventaja, orgullo... No demos la espalda al nicho ecológico que nos es propio dejándonos llevar por los vertiginosos cultivos del Norte. No cedamos a las rudas tecnologías que arrasan medio ambiente y cultura. Honremos nuestra diversidad de suelos, topografías, climas, paisajes y ecosistemas. Cultivemos nuestra riqueza cultural, lingüística, culinaria, espirituosa, musical, festiva, indumentaria (…) Hagamos de México una milpa multicolor; un mosaico de aprovechamientos diversos pero entreverados y complementarios; un policromo mural de paisajes agroecológicos, pero también industriales y de servicios, que el modelo milpero no vale sólo para la agricultura sino para la vida toda.

Modelo, no receta. No sería hacer milpa pretender, por ejemplo, que en Aridoamérica se cultive y se viva como se cultiva y se vive en Mesoamérica. Y en cuanto al maíz, hacer milpa no es sembrarlo en todas partes entreverado con frijol, calabaza, picante y cuanto hay, sino configurar al agro en su conjunto de la forma holista en que se conforma un sembradío tradicional.

En los tres millones de hectáreas de nuestro país donde se pueden conseguir altos rendimientos sin estragar los suelos ni agotar los mantos freáticos, habrá que seguir sembrando híbridos, usando fertilizantes y empleando maquinaria, y esto –si es sostenible– también es milpa. Pero ahí ni la superficie ni el agua ni los rendimientos pueden aumentar mucho más, y las cosechas obtenidas de esa manera no garantizan nuestra seguridad alimentaria, además de que las controla un agronegocio cuya prioridad son las ganancias y no asegurar el alimento del pueblo.

Hay, pues, que seguir sembrando otros seis millones de hectáreas de tierras de temporal, principalmente con maíces nativos y empleando técnicas adecuadas, entre ellas las diversas variantes de la milpa “clásica”, las múltiples modalidades del agro-silvo-pastoreo y también prácticas novedosas como la de intercalar maíz y frutales en curvas de nivel que, en siembras de ladera, permiten retener el suelo. Por otra parte agrónomos como Antonio Turrent, estiman que con obras de riego poco agresivas, podrían sembrarse en el sureste millones de hectáreas de maíz en el ciclo otoño-invierno, cuando la temperatura y la insolación son óptimas pero sin canalizaciones falta el agua.

En otras palabras, hacer milpa es aprovechar la diversidad natural mediante una pluralidad articulada de estrategias productivas –unas de autoconsumo y otras comerciales– que incluya tanto las semillas nativas como las mejoradas, que recurra tanto al monocultivo como a los policultivos y que emplee las tecnologías de vanguardia pero también los saberes ancestrales. Lo que no podemos permitir es que el desmedido afán de lucro, la obediencia ciega a las señales del mercado, la lógica de las ventajas comparativas y el modelo de la agricultura industrial sigan destruyendo nuestra diversidad agroecológica y con ella nuestra pluralidad sociocultural.

Y la idiosincrásica búsqueda de sinergias aplica también en la industria, donde es indispensable restablecer las cadenas productivas de modo que las pequeñas, medianas y grandes empresas se retroalimenten unas a otras. Lo que es el equivalente de la milpa pero en el ámbito industrial.

El paradigma de la uniformidad fracasó. Emparejar naturaleza, tecnología, producción, gustos, órdenes políticos, pensamiento y sentimientos fue una apuesta fallida de la modernidad que nos tiene en la lona. Las sobadas y los trapitos calientes ayudan pero el verdadero remedio está en la pluralidad holista y en las estrategias diversificadas. Un modelo de diversidad entreverada y virtuosa cuyo emblema es la milpa: paradigma polifónico común a todas las formaciones sociales campesinas que en el mundo han sido, que hoy están retomando los estados plurinacionales de Bolivia y Ecuador, y que en México revitalizan y escalan numerosas organizaciones rurales incluyentes y polimorfas. Busquemos en esos microcosmos solidarios no el paraíso prometido, sí una forma más amable y fraterna de sacarnos las pulgas.