rrancó ayer, en Bruselas, una cumbre de jefes de Estado de la Unión Europea (UE) dedicada a explorar vías para la recuperación económica de la región, en la que pudo ponderarse el diferendo de concepciones en esa materia en el llamado eje franco-alemán, tras del arribo del socialista François Hollande al Palacio del Elíseo, el pasado 6 de mayo. Mientras el nuevo mandatario francés llegó al encuentro con una agenda que incorpora, entre otros aspectos, la adopción de políticas económicas expansivas, el gravamen a las transacciones financieras y la emisión de los llamados eurobonos –instrumentos que implicarían la unificación de la deuda de los participantes de la divisa común–, la canciller alemana, Angela Merkel, se mantuvo firme en la defensa de la austeridad económica como única salida a la crisis europea, rechazó la mutualización de la deuda y dijo que esta medida –hoy proscrita en los tratados del conglomerado de naciones– no contribuye
a reactivar el crecimiento.
El telón de fondo de esta división en la UE fue una nueva jornada de descalabros en los mercados europeos –de entre 2.5 y 3.6 por ciento– ante la incertidumbre de una eventual salida de Grecia de la zona euro, medida que representaría, de concretarse, un golpe demoledor al proyecto de integración económica en la Europa comunitaria y ocasionaría, en consecuencia, un desajuste mayúsculo y una retroalimentación de la crisis planetaria.
Según puede verse, de poco o nada ha servido la política de recortes presupuestarios, destrucción de derechos sociales, demolición de los servicios de educación, salud y vivienda que la UE ha venido imponiendo, por influencia directa de Angela Merkel, en naciones en problemas, como Grecia y España. En el primero de esos países, las medidas de austeridad dictaminadas por la troika europea han tenido el efecto de convertir una crisis económica en política y de gobernabilidad, como demuestra la incapacidad de los partidos políticos griegos para constituir una mayoría parlamentaria. En el caso de España, los programas de ajuste adoptados en los pasados meses del gobierno de Rodríguez Zapatero y los primeros del régimen de Mariano Rajoy no han podido impedir una fuga masiva de capital extranjero, que en el primer trimestre de este año superó 61 mil millones de euros; no han bastado para cancelar la perspectiva de una debacle económica de ese país –que tendría, a no dudarlo, consecuencias desastrosas para el viejo continente–, ni han sido capaces de serenar a una población que enfrenta las consecuencias del desempleo galopante y la demolición del Estado de bienestar.
Ante esta perspectiva, por contradictorio que parezca, la falta de unanimidad expresada ayer entre los gobiernos del viejo continente, y en particular entre los de las dos mayores economías de la eurozona, constituye un elemento esperanzador en la medida en que pone de manifiesto una visión alternativa a las recetas draconianas que Bruselas ha preconizado en los últimos meses y un reconocimiento, así sea por una minoría de los régimenes, de que la superación de la crisis debe dejar de cifrarse en las políticas restrictivas y en la tranquilidad de los grandes capitales y centrarse en acciones de reactivación económica y en el rescate de las poblaciones. Cabe esperar que esas posturas sean escuchadas y valoradas con seriedad por el conjunto de líderes europeos, y que éstos entiendan que lo que está en juego es nada menos que la viabilidad de sus propias naciones y, por extensión, de la economía mundial.