arís, decía Hemingway, es una fiesta, también lo dice menos bien Woody Allen en su última película que a muchos les ha gustado y a mí me parece artificial y sosa. Yo ando paseando por París con una niña de dos años, empujando una carriola y complaciendo a la pequeña cuando nos encontramos una de las muchas resbaladillas que albergan parques y bulevares. Nueva perspectiva de la ciudad, sirve para verificar que en París no existen los columpios.
No he podido ir ni al cine ni al teatro, pero he visto algunas exposiciones, tantas que no se sabe a cuál ir; una dedicada a Victor Hugo en su casa de la Plaza de los Vosgos, cuyo comisario fue la escritora Annie Le Brun; se medula en torno a una rara predilección del poeta por los juegos de luz y sombra?, donde, dice Le Brun se descubre “una materia negra tan determinante en su obra literaria como en su obra gráfica (…) muestra cómo el poeta regresa continuamente a este elemento negro… del que obtiene una fuerza de transfiguración que reinventa el mundo…”
Matisse en el Pompidou, Pares y series: se admiran algunos de su más bellos cuadros. Una nueva reordenación de la colección permanente nos demuestra que las obras de la primera mitad del siglo XX –cubistas, surrealistas, expresionistas– ya no son tan modernas, aunque suene a perogrullo. A Babar, el célebre elefante, protagonista de tantos cuentos y juguetes ahora inencontrables, se le dedica una exposición en el museo de Artes Decorativas.
Y después de múltiples peripecias para ingresar con una carreila al museo, a fin de admirar la pintura hoy restaurada que Leonardo da Vinci le dedicó a Santa Ana, la Virgen y el Niño, pude advertir que el Louvre, por más moderno y piramidal que sea su diseño, tiene sus inconvenientes, carece a veces de lógica y suele menospreciar a sus visitantes: hay pocos baños y las filas para frecuentarlos son kilométricas, sobre todo las de mujeres; los ascensores, laberínticos, y algunos guardianes son agrios, despectivos y no soportan a los niños.
Llegamos por fin al recinto donde se expone el cuadro inconcluso de Leonardo, al lado de obras de otros artistas que trabajaron el mismo tema, algunas de las distintas versiones hechas por sus discípulos, los bocetos y documentos que aclaran su lenta gestación, iniciada hacia 1503 y modificada varias veces hasta 1517 en que muere su autor; se muestran también los cuadros de Max Ernst y Odilon Redon inspirados en la pintura que reseño, amén de un bellísimo boceto de Santa Ana hecho por Degas que gustaba de copiar las pinturas que más admiraba en el Louvre, y a quien se le consagra asimismo una exposición de desnudos en el museo de Orsay.
El comisario de la exposición, Vincent Delieuvin, explica así su importancia: “En este cuadro Leonardo resumiría los estudios científicos de toda su vida, tanto en la anatomía, la expresión, la perspectiva, la luz, los movimientos del agua, la botánica y la geología. Pero esta ‘ciencia de la pintura’, como él mismo la denominaba, no era para él el objetivo final, apenas el medio indispensable para comprender el mundo y mostrar su visión poética”. Para él, lo más digno de esta ciencia de la pintura
era la ejecución de un cuadro, la recreación del mundo que permite igualar al artista con Dios.
Y, por cierto, entre los cuadros exhibidos en el recinto dedicado a la obra magna del maestro florentino se incluye la Mona Lisa del Prado, reciente, celebrada y restaurada, presente pero humilde, como un producto más de su taller. Es imposible en cambio admirar a la verdadera Gioconda: la gente se arremolina a su alrededor para tomarle fotos, sin advertir que cerca está exhibida La virgen de las rocas y que en la gran galería dedicada a la pintura italiana se despliegan cantidades de cuadros maravillosos, entre los que destacan otros del mismo Leonardo: La bella Ferronière, San Juan Bautista, además de los Antonellos da Mesina, Mantegnas, Bellinis, Fra Angelicos, ante los que pasan indiferentes los espectadores.