uando la Ranger negra y grandota pasó veloz sobre la borrega Luna y la embarró contra el flamante asfalto como calcomanía roja de tripas, lana negra y sesos, María Asunción pegó un grito agudo y supo que eso también era el fin del mundo. Corrió a recoger la borrega y la despegó con ayuda del machete corto que carga para el rastrojo. Metió a Luna en su rebozo y la cargó chorreando sangre hasta el pueblo en estado de choque, seguida por el rebaño inconsciente de la tragedia, dócil y gregario.
Quién sabe antes, pero de un tiempo para acá todo cambia continuamente, y en la vida de María Asunción se han dejado venir cambios brutales y tumultuosos casi desde que se acuerda. Y por lo que sus papás contaron, tampoco sus tiempos fueron calmados sino alterados, y las transformaciones ya no les permitieron ser antiguos con los antiguos. Dicen que fue de entonces que al abuelo Xun le dio por hablar del fin del mundo.
Según parámetros occidentales, María Asunción sería una mujer todavía joven. Pero, madre a los 13, hace mucho que es una señora de la comunidad, y no por su apariencia, que sigue siendo juvenil, de mejillas como manzanas gracias al sol de la montaña. Su fortaleza física y su obstinación mental la dan ese aspecto de tronco sano y bien regado, aunque nunca le hayan faltado problemas ginecológicos mal atendidos.
Su papá Serapín y su mamá María vivieron jóvenes la matazón de evangélicos, la quema de casas y templos, el desuello de una familia del pueblo, la espeluznante orgía de posh y odio como no hubo antes, ni siquiera en la guerra contra los caxlanes cien años atrás. Estábamos hermanos sólo
, recuerda circularmente senil el abuelo Xun, que dicen que vio entero el siglo.
Cuando salieron los zapatistas y todo se convulsionó de nuevo, María Asunción ya tenía parido a José y se sentaba con las señoras en las fiestas y en el templo. Dilató para que las aceptaran también en las asambleas. Y para mirar sólo. Los caciques repartieron allí armas a los hombres y seguido llegaban soldados que como que se quedaban tomando con ellos. María Asunción tuvo aprendido a vivir el miedo así que siguió su instinto para proteger a José y los chiquitos que lo vinieron a seguir. Lorenzo el marido la preñaba y preñaba. Empezó a querer dinero y apenas avisando la víspera se fue para el norte, que iba a mandar dólares y sí, mandó un tiempo. Había cruzado parece que rápido y acabó en Flórida
. Ya que luego dejó de enviar no hubo noticia. Años ya. En algunos pueblos aquí alzan casas grandes, de material, dos pisos, torretas de castillo, barandales de hierro, pintadas de rojos y amarillo con los dólares de los maridos y los hijos. Una ostenta la bandera de Estados Unidos en un asta empotrada en el portal de la residencia. También la de México. Que es de un pollero, que de un jornalero agradecido. Como quiera, cacique.
Aquí en donde María Asunción no hay residencias todavía. Igual, ya surtió efecto el ladrillo blanco que trajo el gobierno. Que el piso firme. Como en María Asunción no hay marido, ella no construyó casa nueva, sigue en la misma de madera y barro, bien cuidada. Hasta jardín. El pilón de tabique y los costales de cemento del programa
nomás estorban en el solar, llenados de maleza y bicho. Pero los demás si lo usaron y las casas blancas hicieron el pueblo más pálido, medio feo. Don Xun lo mira y escupe amarillo.
Acá queda retirado, y hasta hace poco no pasaba carro y los animales cruzaban con seguridad las brechas y no era atropellados que se morían.
Ora está José con que se quiere ir, por ganar efectivo. Buscar al papá. Más insiste desde que alguien llegó a contar que Lorenzo tiene señora y familia en Flórida
, que sus hijitos hablan inglés. José está encabronado, ya ni María Asunción que es la ofendida. Y le da curiosidad. Está chico pero ya es un hombre. El abuelo Xun lo mira bajo sus espesas cataratas y menea la cabeza: Allá se acaba más el mundo. Todos los días se está acabando
.
Acá también, callada piensa María Asunción la tarde que sepulta a Luna atrás de la hortaliza y coloca una Pecsi cerrada en el túmulo. El hoyo se lleva algo más, no sólo la borreguita. La carretera que no pidieron trajo un nuevo miedo. Uno muy rápido. Ay, los niñitos, los borregos, ay, las gallinas. El desarrollo. Dicen que uno se acostumbra, pero ella ahorita no sabe.