a campaña electoral en curso ha entrado en su periodo definitorio. Lo que se juega no es el arribo al Ejecutivo federal de un prospecto cualquiera, de entre tres posibilidades efectivas que hoy presentan los partidos políticos. Es bastante más que eso: la pretendida continuidad de un estado de cosas (insostenible aun en el mediano plazo), o las expectativas fundadas de un cambio de actores, rumbo, voces y acciones emparejadas con la transformación del sistema completo entrevista como urgente. Bien puede decirse que la apuesta es grande y su resultado incierto. Sin embargo, los sostenes al alcance de los ciudadanos para tomar tan elevado riesgo son, hasta ahora al menos, por demás precarios.
Y son precarios porque uno de los aspirantes, el señor Peña Nieto, ha decidido plegarse, con notable rigor y mansedumbre, a un estricto plan: circular por el país bajo resguardo de un denso escudo publicitario y una agenda informativa a nivel de recetario. El mexiquense no es, por ahora al menos, un candidato del montón. Es, al parecer, y aunque se discuta la legitimidad con que destaca, el más adelantado en las simpatías encuestadas. Es, también, el que usa, y desusa, el mayor aparato mediatizador de inquietudes y enigmas, disparando los costos de su operación hasta el derroche. El escrutinio ciudadano de su persona, pensamiento, ideario o propuestas de acción es tarea de titanes. Primero, porque se requiere remontar la bien aceitada maquinaria propagandística que impele a la compulsión por una imagen ya bien acicalada. Segundo, porque se impide, por innumerables medios, penetrar en las varias y variadas interrogantes ocultas tras un rostro opaco.
Ciertamente, Peña Nieto no es, bajo ningún escenario factible, invencible, tal y como lo vienen presentando con enorme despliegue, no carente de cínica manipulación, casas encuestadoras, medios de comunicación, opinólogos de renombre escénico y asesores de conocida laya. La competencia que lo atosiga, quiérase o no, es real, y no dejará de golpear la coraza con que se ha decidido protegerlo del interés público. Una rala camada de especialistas y personas preocupadas anda a la búsqueda, hasta con encomiable ahínco, de datos duros, aspectos íntimos de su pensar o de algunas visiones que enmarquen su aspiración presidencial. Desean encuentros serios, directos, que les permitan superar las barreras interpuestas por su cerrado y vasto equipo de colaboradores. Y, en esa ruta se va logrando avanzar, aunque los estrategas y promotores de su campaña no lo quieran admitir. Mientras más tiempo pase y se mantenga en la lejanía y los algodones, peor será para él y para sus pretensiones de alzarse con el triunfo.
Hasta hoy en día poco es lo que se conoce de los personajes que lo rodean e influyen. Uno en particular destaca entre el montón de cuidadores: el señor Videgaray. Y poco servicio puede prestarle tanto al curioso como al inquieto este funcionario de fugaz y pretenciosa carrera. Sabemos que rozó, siendo funcionario y diputado, cuestiones administrativas, hacendarias o presupuestales y no mucho más que eso. Pero, al situarlo junto a otros actores, ya bien conocidos por pasadas experiencias, como Santiago Levy, Córdoba Montoya o Pedro Aspe, entonces la vista se precisa, el panorama se aclara y los perfiles, además de unificar posturas, retraen un pesado fardo de reminiscencias. La trágica época salinista desempolva sus trastes, remoja ambiciones y, con bríos sacados de su derrota, se apresta a volver por fueros e influencias en el próximo sexenio que ya siente suyo.
El desfile áulico así dibujado ante Peña Nieto colisiona con los publicitados arrestos de cambio que el priísta utiliza como tarjeta de presentación. Nada hay en esos tecnócratas, de similar desplante, que lleve a enmendar entuertos. Menos aún que hayan desertado de sus arraigadas creencias neoliberales que portan bien dentro de sus humanidades. Cuando tuvieron la oportunidad de mejorar la vida en común de los mexicanos de entonces fracasaron de manera rotunda en el intento. Dedicados, dos de ellos al menos, a los negocios a la vera del sector público, sus pulsiones de poder se entrelazan, íntimamente, con un entreguismo bajo astuta capa modernizante. Levy insiste en trasmitir, esta vez desde su perifollo como funcionario internacionalizado, su reformista visión de una seguridad social universal que Peña Nieto ya pregona como posible. Córdova, de torvo accionar cerca del trono, insiste en la concentración de mando y poder. Sus consejos revelan, de nueva cuenta, el frágil filo del autoritarismo como sinónimo de la eficacia y que tanto empolla en su seno el señor Peña. Aspe volverá, qué duda cabe, al desarrollismo privatizador. A ese tipo de crecimiento fincado en los grandes grupos empresariales como plataforma de despegue hacia la prosperidad, pero engordados por la generosidad de la hacienda pública. Como se puede intuir al examinar pasadas historias detrás de tales personajes, con inoculadas agendas subordinadas a la globalidad impuesta, poco se podrá salvar de un futuro naufragio pronosticado.