ue implacable defensor de las libertades del pueblo mexicano. Por lo mismo, su crítica fue constante contra la principal institución que impedía la transformación del país en el siglo XIX: la Iglesia católica romana. Hoy, cuando los herederos ideológicos del conservadurismo decimonónico buscan a toda costa revertir las conquistas de la generación liberal a la que perteneció Altamirano, es tiempo de rescatar, leyendo o releyendo, la vasta obra del indígena nacido en Tixtla, Guerrero.
Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) desarrolló actividades en muy diversos campos. Y prácticamente en todos ellos destaca, lo mismo en la política (combativo diputado) que en el plano militar (combate con las armas al fallido Imperio de Maximiliano), intelectual y escritor muy prolífico (colabora y participa en la fundación de varios periódicos). Su producción escrita está compuesta de cuentos, novelas, ensayos, crítica literaria, poesía y crónicas. Su vastísima producción ha sido recogida en 24 tomos por distintos estudiosos de su obra, bajo la coordinación de Nicole Giron.
En un libro que recoge escritos esenciales del autor (Ignacio Manuel Altamirano, colección Los imprescindibles, Ediciones Cal y Arena, 1999), Vicente Quirarte escribe en el prólogo: “La multitud de actividades que Altamirano realizó a lo largo de los intensos 59 años de su vida, así como la versatilidad de su escritura, ejemplifican la condición de nuestros intelectuales en la mitad del siglo XIX, y la dinámica a que fueron obligados por un país que reclamaba esfuerzos en todos los órdenes […] Altamirano alcanzó la unánime calificación de maestro, comprendida en ambos sentidos del término: a él se deben esfuerzos por dignificar la situación de los trabajadores docentes; a su generosidad y clarividencia, la formación de un grupo de escritores que habrían de interpretar tiempos nuevos. Muchos de su contemporáneos tuvieron talento para escribir: pocos poseyeron, además, la visión de Altamirano para hacer de cada letra un instrumento de formación de conciencia”.
Altamirano es el primer presidente de la Sociedad de Libres Pensadores, que se instala en el vestíbulo del Teatro Nacional el 5 de mayo de 1870. El órgano del grupo fue la publicación El Libre Pensador. Carlos Monsiváis anota que, no obstante su pertenencia a la “Liga de Librepensadores, elige un cristianismo muy libre, apoyado en la instrucción universal. En su periodismo –que en el siglo XIX equivale a decir ‘en su desarrollo intelectual’– Altamirano se obstina: defiéndanse las conquistas irrenunciables; no hay visión moral sin la consideración del bien común; la libertad de cultos y la libertad de expresión son las bases de la creación cultural y artística; el primer signo de la época moderna es la libertad de elección” (Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, Editorial Debate, 2006, p. 288).
En una extensa crónica periodística, Ignacio Manuel Altamirano describe lo perjudicial que es para la nación mexicana el dominio educativo de los clérigos católicos. Ejemplifica con un episodio que le toca vivir a finales de 1863 en un pueblo indígena, el cual es gobernado en los hechos por el cura católico romano, quien es partidario de la invasión francesa que en esos tiempos padece el país. El entonces diputado disecciona los males causados por el poder clerical, que mantiene en la ignorancia a los indígenas y en la miseria al profesor que tiene a su cargo la deteriorada escuela del lugar (en El Federalista, 20/II/1871, p. 1-3). El cura le expresa su descontento con la gesta liberal: “ustedes han atacado las tradiciones, han querido minar el edificio religioso […] han establecido la tolerancia de cultos en este país donde sólo había dominado la fe católica, apostólica y romana”. Señalamiento que Altamirano acepta y argumenta con vigor en su favor.
Después de informar acerca de la nociva hegemonía educativa en el poblado que visita, del cual no proporciona el nombre, Altamirano considera que lo mismo acontece en el país, y de ello los más culpables son los que hacen transacciones con las ideas antiguas, los que tienen miedo a la escuela laica, los que, rebeldes a las leyes de Reforma, no quieren comprender que el Estado no tiene religión, ni debe tenerla: que por lo mismo, no deben permitir la enseñanza de ella en sus escuelas, porque esto sería hacer imposible la libertad de cultos
.
A contracorriente de la imagen histórica de Martín Lutero que se difunde durante los tres siglos de la Colonia en México, propagada en el país por los teólogos y clérigos católico romanos, que presentaban al personaje como engendro supremo del mal –al respecto es fundamental la obra de Alicia Mayer (Lutero en el paraíso: la Nueva España en el espejo del reformador alemán, Fondo de Cultura Económica-UNAM, 2008)–, Altamirano lo llama el gran reformador de la educación en Alemania
. No sólo afirma lo anterior, sino que cita al teólogo germano y su opinión acerca de la importancia de los maestros en la sociedad.
Altamirano, en una de sus frases que sintetiza no sólo su convicción intelectual, sino que también delinea un programa de acción, sostuvo que en México o somos liberales o somos liberticidas
. Por ello siempre estuvo en el frente que dio la lid intelectual y política por ampliar las libertades: de manera central la libertad de cultos y la vigencia del Estado laico, como garante de las libertades ciudadanas. Incluso en sus obras de ficción propone un nuevo orden social; lo sintetizó bien Carlos Monsiváis: “La creación literaria es también proposición ética […] Todo en Altamirano es, sin dogmatismo, instrucción civil y cultural”.