l violento desalojo policiaco efectuado la madrugada de ayer en tres casas de estudiantes de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo –cuyos integrantes demandan apoyos para transporte, combustible y viáticos para promover los albergues universitarios en la entidad– abre perspectivas preocupantes en torno al desarrollo democrático y al potencial explosivo del ejercicio del poder en aquel estado.
En primer término, los hechos referidos dan cuenta de una convergencia entre la torpeza gubernamental para atender las demandas sociales y los excesos represivos con que se emplea la fuerza pública en el país, particularmente en Michoacán. Ciertamente, el Estado, en tanto detentador del monopolio de la fuerza y la violencia legítimas, tiene la facultad de ejercer, por conducto de sus cuerpos policiales, acciones coercitivas en contra de expresiones que pongan en riesgo la gobernabilidad y la seguridad pública. Pero tal facultad debe ser ejercida siempre como último recurso, y en ningún caso se justifica que sea empleada como sucedáneo de la incapacidad gubernamental para dialogar, atender, o por lo menos escuchar las demandas de los inconformes y resolver los conflictos. A contrapelo de esas consideraciones, la reacción desproporcionada de las autoridades michoacanas, la sordera exhibida frente a los reclamos de los estudiantes, y la tendencia a dar a éstos un trato de delincuentes constituyen actitudes difícilmente consistentes con la supuesta voluntad de diálogo que ha pregonado en las últimas horas el gobierno de Fausto Vallejo.
Por lo demás, los alegatos de la administración estatal de que durante el desalojo se actuó con apego a la ley
es difícilmente creíble cuando, según versiones de los propios estudiantes, en los hechos ocurridos ayer los efectivos policiacos incurrieron en detenciones arbitrarias, uso excesivo de la fuerza, amenazas contra los inconformes y otras prácticas que no son propias de gobiernos democráticos y respetuosos del estado de derecho, sino de un poder autoritario y represor.
Así pues, con independencia de los intentos argumentativos del gobierno michoacano por justificar las acciones de ayer, éstas arrojan luz hacia una circunstancia más de fondo y preocupante: la persistencia en la criminalización de las inconformidades sociales que aumentan en el territorio nacional, lo cual, aunado a la indolencia de las autoridades de todos los niveles para atender demandas de sectores inconformes, configura una mezcla explosiva e incluso mortal, como quedó de manifiesto el pasado 12 de diciembre con el asesinato de dos normalistas de Ayotzinapa en la Autopista del Sol.
En lo inmediato, y por más que la acción policiaca de ayer pueda desatar el aplauso fácil y complaciente de las elites locales y nacionales y de los medios informativos afines al poder, el gobierno de Fausto Vallejo debe ponderar los riesgos de intentar imponer la autoridad del Estado por la vía represiva. Lo que menos requiere el país en el momento presente es multiplicar los factores de encono y los focos de explosividad social en el territorio. El episodio represivo de ayer en el centro de Morelia constituye, en ese sentido, una muestra lamentable de irresponsabilidad política.