esde que se dieron a conocer los resultados de la elección presidencial en Francia el domingo pasado por la noche, quedó claro que el triunfo no había sido para el candidato del Partido Socialista, Francois Hollande, quien obtuvo el primer lugar con 29 por ciento del voto, sino para Marine Le Pen, candidata del Frente Nacional. Para sorpresa general alcanzó 19 por ciento del voto, y quedó como tercera fuerza en el escenario político nacional, por debajo del 27 por ciento del presidente en funciones, Nicolas Sarkozy, pero muy por delante del 11 por ciento del Frente de Izquierda, del que se esperaba más. El resultado de la segunda vuelta de la elección presidencial, que tendrá lugar el 6 de mayo, depende del FN y de lo que vayan a hacer sus electores. Pertenecen a la misma familia ideológica que la Unión por un Movimiento Popular, partido de Sarkozy, pero no hay ninguna certeza de que le transfieran su voto. Marine Le Pen advirtió hace tiempo que su objetivo era derrotar al actual presidente y provocar la implosión de su partido, segura de que muchos de sus fragmentos irán a parar al FN, que entonces se convertiría en el partido de derecha del espectro político francés.
El alto porcentaje de votos por el FN fue inesperado a pesar de que se sabía que sus temas tienen un elevado potencial de movilización, y que la inmigración y la defensa de la identidad nacional pesan en el corazón de una proporción importante de franceses que se sienten amenazados por una población inmigrante proveniente sobre todo del norte de África. El propio Sarkozy reconoció la fuerza de atracción de estos temas, hizo a un lado la economía, y los puso en el centro de su campaña junto con el tema de la seguridad, confiado también en que podría arrebatar electores al FN.
No obstante, el ascenso de Marine Le Pen no se explica únicamente por su llamado a las inseguridades que provoca la transición a una sociedad multicultural; tampoco significa que la xenofobia en Francia se haya agravado, sino que parece ser el producto de un hábil cambio de estrategia diseñado por la presidenta del FN, cuyo objetivo central era poner fin a la demonización de su partido, convertirlo en una organización normal, que dejara de ser identificada como una agrupación de colaboracionistas, de neonazis y de golpeadores. Es decir, Marine Le Pen ha sabido ir mucho más allá del partido que fundó su padre –Jean Marie Le Pen– en 1972, cuyo tema fundamental, si no es que el único, eran los inmigrantes y el rechazo a la presencia creciente del Islam en Francia. Ahora el FN se presenta orgullosamente como un partido antisistema, un partido antielitista –que en la mejor tradición populista contrasta con la imagen de Sarkozy como un presidente de los ricos–, que se opone a la presencia de los inmigrantes en defensa de los valores republicanos, véase del laicismo, y que predica el cierre de fronteras, el abandono del euro y el rechazo a la política de austeridad del actual gobierno en nombre de la identidad y de la soberanía francesas frente a Bruselas. Hoy el FN ofrece un populismo new look, dice el periódico Libération, pero esta nueva apariencia no ha alterado el fondo insidioso, profundamente xenófobo, que lo caracteriza. Si de veras llegara a sustituir a la derecha clásica como la que representa el UMP, el potencial de polarización que subyace en el FN alteraría la configuración de las fuerzas políticas en Francia, avivaría la fractura ideológica de la sociedad y minaría la disposición de partidos, asociaciones y grupos diversos a la negociación y al acuerdo.
Marine Le Pen presume que el FN es la verdadera y única oposición antiliberal que existe en Francia hoy en día; por lo visto ha decidido ignorar al Frente de Izquierdas de Jean Luc Mélenchon, que también se presenta como un partido antisistema y cuyas críticas al gobierno son muy similares a las del FN. Esta coincidencia podría indicar que al antisarkozismo no es de derecha ni de izquierda, sino que expresa el disgusto de muchos con las transformaciones que ha experimentado Francia desde los años 80, las cuales encarna el presidente. Su gobierno no ha cerrado la brecha que lo separa de los pobres y los desempleados; allí nació el impulso opositor que ha colocado al presidente a un paso de la derrota. En cambio, el mensaje de Marine Le Pen y del FN ha resonado con mucha fuerza entre los jóvenes, entre inmigrantes de segunda y tercera generación y, sobre todo, entre los abstencionistas que emitieron un voto de protesta contra un mundo político para el que no existen, de ahí que el FN los llame los invisibles.
El UMP enfrenta hoy un dilema difícil: necesita los votos de los lepenistas, pero para obtenerlos tendría que adoptar las posiciones radicales de este electorado; de hacerlo podría perder a los votantes centristas, que entonces darían su voto al Partido Socialista. Adicionalmente, el electorado del FN es profundamente antieuropeo y, por consiguiente, contrario a algunos de los presupuestos centrales del gobierno de Sarkozy, además de que en la coyuntura actual es una insensatez pretender anular la dimensión internacional de sus responsabilidades.
Mucho se ha dicho que la segunda vuelta de la elección presidencial francesa se desarrollará bajo la sombra de Marine Le Pen, pero ocurrirá algo más que eso, porque la victoria del partido que recupere los votos del FN estará ensombrecida por el hecho de que de todos modos la extrema derecha ya ganó.
Las encuestas no se equivocaron. La primera vuelta de la elección presidencial francesa fue un estentóreo rechazo a Nicolás Sarkozy y a sus políticas; fue también una protesta implícita al eclipse de Francia de los escenarios internacionales, al ensimismamiento al que la ha llevado el proceso europeo, y ahora la crisis. Los franceses no estaban acostumbrados a una política exterior a la zaga de las iniciativas alemanas.
¿Lecciones para nuestra elección en julio?