se primer día de escuela, para poder tomar clases sentados, los alumnos fueron al solar con una silla, con un banquito, con lo que pudieron. Cada muchacho llevó sus libros y cada grupo tuvo su maestro. No había allí ni un aula levantada, pero aun así la decisión de profesores, padres de familia y estudiantes fue comenzar los cursos.
Aunque vivían entre cerros pelones y viviendas mal construidas, sin agua potable, sin drenaje, sin calles, sin banquetas y sin servicios, los habitantes de Chamapa, en el municipio de Naucalpan, decidieron convertir una barranca de 100 metros que servía como basurero en una escuela secundaria. Al hacerlo se enfrentaron con la alcaldía, que pretendía instalar en ese mismo lugar un cementerio.
Durante cuatro días, realizando faenas colectivas, colonos y docentes limpiaron el terreno baldío. Se hicieron de cartones y láminas, de palos y vigas, y construyeron un salón de clases de emergencia. Era el 12 de noviembre de 1984.
Así comenzamos esta ilusión, este sueño, de convertir nuestra escuela en una realidad, a pesar de que nos la querían desaparecer las autoridades educativas
, cuenta el maestro Pedro Ramírez Vázquez, uno de los promotores de la aventura pedagógica de Chamapa.
Pedro es profesor de telesecundaria. Estudió pedagogía en la ENEP Acatlán, donde fue líder estudiantil. Orgulloso de sus raíces zapotecas, se dedica a conservarlas y cultivarlas. Hijo de un pequeño comerciante de huevo y pollo, apoyó las huelgas obreras y la formación de sindicatos independientes que estallaron en Naucalpan. En 1983 comenzó a trabajar en la telesecundaria 211, sin percibir salario durante tres años.
Aún maestro en servicio, gran conocedor de la literatura y la poesía latinoamericana, les lee a sus alumnos versos en voz alta para despertar su amor a las letras. Pedro defiende la idea de que el trabajo es la fuente principal de la riqueza de la humanidad. “En las escuelas –sostiene– no debiera ser ni menosprecio, ni degradación ni castigo que el alumno barra a diario los salones. Nosotros lo hacemos”.
La telesecundaria 211 se fundó al calor de la urbanización salvaje de Naucalpan. A mediados de los setenta y comienzos de los ochenta se crearon cientos de colonias populares, a lo largo y ancho del municipio, en aquel entonces importante centro fabril. Los pobres comenzaron a construir sus viviendas con láminas, cartones y después con ladrillo. En ausencia de escuelas de educación media, el gobierno federal optó por instalar telesecundarias en la zona.
Pese a que fueron diseñadas como herramienta para dotar de servicios educativos a las zonas más alejadas, especialmente las rurales, el crecimiento de la mancha urbana hizo que estas escuelas sentaran sus reales en las ciudades. Las autoridades educativas ahorran mucho dinero con ellas. Un maestro de ese sistema de enseñanza realiza el equivalente al trabajo de nueve profesores de una secundaria normal, ya que tiene que impartir, o coordina, todas las asignaturas que se ven en el plan de estudios.
La telesecundaria 211 fue creada originalmente en el turno vespertino en la comunidad de El Molinito, en septiembre de 1982. Arrancó con cinco grupos de entre 35 o 40 alumnos. Sin embargo, en 1984 la Secretaría de Educación Pública decidió cerrarla. Maestros, padres de familia y alumnos se negaron. La convirtieron en turno matutino y tomaron el terreno en lo que hoy es la colonia Valle Dorado. Allí, sin apoyo, oficial, fincaron la escuela y la hicieron funcionar.
La movilización social existente en el municipio lo hizo posible. La comunidad estaba organizada con la Unión de Colonias Populares. Algunos jóvenes participaban en esa organización. Acompañaban a sus papás a las marchas, a los mítines y a realizar las gestiones para introducir los servicios.
La comunidad dijo: si el gobierno nos quiere sacar de aquí nos va a tener que quitar a empujones. Durante seis meses, incluidos Navidad y Año Nuevo de 1985, maestros, colonos y estudiantes cuidaron el terreno. En el día tomaban clases. De 2 a 7, las señoritas hacían la guardia, y de paso su tarea. De 7 de la noche a 7 de la mañana, unos 40 alumnos varones pernoctaban. Los profesores dormían allí, en el suelo. Vigilaban las instalaciones junto con los muchachos.
Los colonos fabricaron bancas para los alumnos. “Hubo gente que trajo telas para cubrir –recuerda Pedro–; otros consiguieron plástico. Así hicieron las primeras paredes. Otros dijeron que era mejor comprar botes de aceites o gasolina. Los partíamos con tijeras gruesas, los estiramos, les dimos una buena aplanada y esos fueron los primeros techos. Se fue construyendo a pedacitos, con todo lo que pudimos conseguir.
“Tratamos de hacer una vida académica lo más estricta posible –cuenta Pedro–, pero insistiendo a los muchachos en que lo que hacían era para ellos y para las futuras generaciones. Lo entendieron. Trabajaron ardua y desinteresadamente para tener una escuela bien plantada, bonita, amplia, con buena infraestructura.”
A pesar de la insistencia de su papá en que estudiara para abogado, Pedro siempre quiso ser profesor. Él asegura ser un simple maestro de banquillo. “Dice Miguel de Unamuno –afirma el profesor Ramírez– que lo mejor de enseñar es aprender. Eso es lo que hacíamos. Aprendes de los alumnos, de cómo se desarrollan, de cómo viven, de cómo aprenden los conocimientos académicos. Ya no digo las satisfacciones de que, a la vuelta de los años, te encuentras con que uno de tus alumnos es arquitecto. Enseñar en esas condiciones es aprender todo de lo que carecemos como nación.”
En la telesecundaria 211 se graduaron muchachos que son profesionistas brillantes y muchos más que son buenos ciudadanos. No son pocos quienes siguen vinculados a su escuela y están orgullosos de haber estudiado allí.
Campañas como las de Mexicanos Primero denigran a profesores como Pedro y a los estudiantes que han formado. Iniciativas como la evaluación universal ignoran y desprecian su experiencia. No puede extrañar el enorme malestar y la indignación que existe contra la organización empresarial y el sonoro fracaso de esa evaluación entre los maestros de base.