Opinión
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Itacate

Monumentos y chieras

E

l eco de la nostalgia motivó a los lectores de este Itacate, así que continuamos recorriendo a través de algunas plumas del siglo XIX, los días de Semana Santa en la ciudad de México.

El alemán Carl Christian Sartorius, por ejemplo, estuvo aquí hacia 1850. Describe la celebración desde su inicio, el Domingo de Ramos. Del Jueves Santo llama su atención el silencio que reinaba desde el mediodía, pues se silenciaban las campanas que normalmente indicaban el paso de las horas. Por la tarde el interior de los templos cambiaba de aspecto, ya que los altares e imágenes se cubrían, como ocurre todavía, con velos negros o morados. A cada lado del altar principal se montaban los ”monumentos”.

Se trataba de unos arreglos en forma de pirámides, formadas con ramas de ciprés y de pino, finamente entretejidas y adornadas con incontables flores y frutas, sobre todo naranjas, y con todo lo que la aldea pueda producir, como platos, porcelanas, escudillas, palanganas, garrafas y candeleros. Tales adornos eran, escribe Sartorius, el orgullo del pueblo, la maravilla y admiración de los extraños.

La llegada de la primavera y los calores de la cuaresma, se anunciaban con la aparición de numerosos puestos de aguas frescas, que el veracruzano Marcos Arroniz define, en su Manual del viajero en México, como tiendas de verdura, habitaciones de la sombra, arsenales contra el calor, y tan gratas al transeúnte como en los desiertos arenosos de la Arabia un oasis para la perdida caravana.

Los comerciantes más jóvenes se acercan, más que por la sed, según este cronista, por los ojos picarescos y la figura graciosa de la vendedora quien le pregunta con voz delicada qué quiere beber.

Describamos ahora uno de estos puestos en la ciudad de Puebla, a partir de un óleo de Edouard Pingret, de 1852. Ahí podemos ver una construcción de madera, cubierta con petates. En ambos extremos de esta edificación techada, se ven altas ramas de cipreses a manera de pórtico y de lado a lado cuelga una guirnalda de ramas y dos cadenas de jarros que van de lado a lado. Junto a las ramas de ciprés hay sendas ollas de excelente factura. Son de barro rojo, altas, esbeltas, con la circunferencia en gajos a manera de calabaza; tienen dos asas y la boca estrecha. De la boca sale una estructura de vara ovalada, cubierta de hojas; sobre ella cuelgan en orden armónico, varias jícaras laqueadas.

El mostrador también está adornado con follaje y jarros. En la parte superior hay vasos de vidrio. La elegante chiera cubre su cabeza con un rebozo. Una mujer joven que lleva un niño en el rebozo, bebe agua fresca; también hay un ranchero que tal vez la espera.