no de los programas emblemáticos de los gobiernos de la ciudad de México, de hace un poco más de una década a la fecha, es el de la tarjeta mediante la cual los ancianos de la capital, adultos mayores para suavizar el término, pueden (podemos) disponer de la pensión alimentaria que les otorga, por conducto de sus representantes, la sociedad de la que forman parte, a la que sirvieron y siguen sirviendo en la medida de sus fuerzas y de su voluntad.
La tarjeta de la tercera edad, la de López Obrador, como la conoce la gente, copiada o replicada por otros gobiernos y en otras entidades, incluida la federación, fue un paso decisivo cuando apareció como un programa de desarrollo social; fue el tránsito de la justicia conmutativa y restaurativa a la justicia distributiva. Sin mucho alarde, sin presencia espectacular en los medios, los gobiernos progresistas del Distrito Federal la concibieron, la planearon, la echaron a andar y la mantienen y perfeccionan como una fórmula insustituible de equidad y un mecanismo de distribución de la riqueza.
La justicia, junto con el orden y la seguridad, son los fines específicos del estado y del derecho, una carga o responsabilidad del poder público es vigilar que en la sociedad no haya desigualdades extremas e injustas que laceran a las personas y estorban la convivencia. Justicia, se ha dicho hasta el cansancio, es dar a cada quien lo que es suyo, castigo en caso de culpa o responsabilidad y reconocimiento y apoyo cuando se requiere, como es el caso de los adultos mayores.
Por ello es muy satisfactorio que la Cepal, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, haya reconocido en el reciente Foro Internacional Sobre Derecho de las Personas Mayores, celebrado aquí, el trabajo que los gobiernos capitalinos han llevado a cabo, actualmente por conducto del Instituto para la Atención de los Adultos Mayores, que encabeza Rosa Icela Rodríguez Velázquez.
Si algo hiere a las sociedades modernas y es fuente de rencores, odios, envidias, discriminación y semilla de guerras es la desigualdad, en especial la económica y todavía más cuando se tocan extremos de sobrevivencia. Para atenuar este problema, los estados modernos rectores de la economía, echan mano de programas de desarrollo social, que no son sino formas actuales de llevar de la teoría a la práctica deberes de justicia distributiva.
La justicia distributiva parte del principio de que todos en una comunidad deben tener los bienes necesario para su vida plena, tener a su alcance lo que necesitan para su felicidad; el principio teórico es impecable, sin embargo aterrizarlo en la práctica con mecanismos viables y accesibles, no es tan fácil. En la ciudad de México ha sido posible por conducto del instituto mencionado, que se ocupa, además, de la conocida e imitada tarjeta, de otros programas enfocados a favorecer a las personas de mayor edad.
Atención telefónica para casos de urgencia, de soledad o de abandono, servicios de salud cuando se requieren, atención jurídica mediante una fiscalía ad hoc, creada a raíz de un convenio del instituto con la PGJDF, servicios notariales, consultas jurídicas y atención especial en el Registro Civil.
Si consideramos que cada mes se abonan recursos a las tarjetas de 480 mil derechohabientes mayores de 68 años, tenemos que concluir que, independientemente del beneficio personal de cada uno de ellos a sus familias, hay para la economía de la ciudad una inyección de dinero, abajo, a ras de suelo, que sin duda alguna contribuye a que circule la riqueza en beneficio de todos.
Que expertos extranjeros, que la Cepal lo reconozca, debe producir una gran satisfacción en quienes idearon y tienen a su cargo el programa, desde luego al instituto, al actual jefe de Gobierno que lo ha mantenido e impulsado y desde luego, a quien lo puso en México como modelo, entre críticas y acusaciones de populismo, ya olvidadas hoy.