pesar del sesgo comercial y al parecer muy acorde con algunos aspectos de Televisa, el drama que escribió Arthur Miller hace más de sesenta años sigue interesando y conmoviendo a los espectadores actuales. La muerte de un viajante no sólo no ha perdido su vigencia sino que ésta probablemente sea mayor en el México contemporáneo que cuando Alfredo Gómez de la Vega la escenificó en 1953, porque ahora el espíritu competitivo y la intención de ser el primero en algo y ganar mucho dinero, así como un sistema que ve a las personas, sobre todo a los viejos, como elementos desechables, está presente entre nosotros desde hace algunas décadas. El dramaturgo estadunidense concibió su obra como una crítica al llamado sueño americano
que todavía pervive en algunas mentes y en el que todos podían ascender socialmente y tener medios suficientes para una vida de bienestar. El fracasado Willy Loman es el ejemplo de este propósito de Miller, quien se queja en sus memorias del tono sentimental y plañidero que tuvo Frederic March en la versión cinematográfica de 1951, porque no es una víctima sino un hombre de múltiples culpas, mentiras y ocultamientos, como fuere insuflar en sus hijos un errado espíritu triunfador. No es, pues, el meollo de la trama que el viajante se suicide para que sus hijos tengan el dinero del seguro, sino un final que se corresponde con otros varios intentos de suicidio y con los delirios que muestran a Willy Loman en la pérdida de sus facultades, además del cansancio que confiesa.
En la escenificación que se presenta en el Foro Cultural Chapultepec, la adaptación de los también traductores Juan Torres y Guillermo Wiechers consiste en eliminar parlamentos, escenas y algunos personajes probablemente para que cumplan con un tiempo determinado que permita dar dos funciones y, en el caso de los personajes, reducir la nómina lo más posible. Es una adaptación
hecha por encargo con la mira puesta en la taquilla y si bien la supresión de algunos personajes secundarios no afecta en mucho, en ocasiones altera el sentido, como en la escena del restaurante en que la falta de la señorita Forsythe y de Letta, cuyas risas disparan el delirio de Loman al asociarlas con la de la mujer que fuera su amante y el recuerdo de Ben adolescente gritando que Biff fue a la estación para tomar el tren, elude uno de los momentos clave de la obra, que sobrevive a estos cortes gracias a su calidad intrínseca.
Otro caso penoso del triunfo de Televisa sobre el teatro es el de José Elías Moreno que podría haber hecho, a pesar de no estar en edad, un muy buen Willy Loman con todos sus cambios de registro, desde la exaltación eufórica hasta la actitud casi servil, a no ser por su aspecto. Nadie se puede imaginar a un agente viajero de los años cuarenta del siglo pasado barbado y, lo que es peor, con el desprolijo cabello largo que ostenta el actor por exigencias de la telenovela en que participa, lo que es una lástima, porque los detalles de la época en objetos y mobiliario de la escenografía de Arturo Nava, el vestuario de Lisette Barrios y la musicalización de Pedro de Tavira, están muy cuidados. Lo que ocurre con Elías Moreno, quien descuida la apariencia de un personaje ya clásico por participar en una telenovela, hace reflexionar en las penurias de nuestro teatro, aun el comercial.
Hay que reconocer que a pesar de esas intenciones comerciales, José María Mantilla dirige con gran limpieza, sin remarcar y sólo por la acción escénica, las intrusiones de los tiempos pasados en lo que narra en presente y las apariciones de Ben, tanto en acción retrospectiva como en recuerdo, maneja los ritmos adecuados a cada escena, a veces con parlamentos superpuestos entre Biff y Happy, utiliza con tino las áreas de la escenografía y logra respuestas de su buen elenco, la excelente Silvia Mariscal así como Emilio Guerrero, Julián Pastor, Miguel Conde, Talía Marcela, Héctor Kosifakis y Raúl Morquecho. Por lo que se refiere a los hijos del viajante, Osvaldo de León no logra todos los matices de Biff y lo mismo ocurre con Giuseppe Gamba como Happy, aunque ambos denotan disciplina escénica, buen adiestramiento vocal y corporal e inteligente conocimiento de sus personajes.