ojos de Dios todos somos iguales, pero no lo somos a ojos del papa Benedicto XVI, quien nos trató diferente. Cuando visitó Alemania, Australia y Estados Unidos se entrevistó con víctimas del abuso sexual por parte de sacerdotes a quienes se había confiado a niños para su educación y cuidado. En cambio aquí, ni las vio ni las oyó. No sabemos si fue decisión del Vaticano, aunque uno hubiera esperado lo contrario en vista de que el cardenal Ratzinger fue un severo crítico de Marcial Maciel, el patético protagonista de los episodios más vergonzosos de la historia reciente de la Iglesia católica mexicana. Bernardo Barranco, en estas páginas, atribuye la responsabilidad de esta imperdonable omisión a los obispos mexicanos, que no han querido dar la cara a las víctimas, ni asumir la parte de culpa que les toca en tanto que miembros de la corporación que es la Iglesia. Según Barranco, el Papa no quiso balconear
a los obispos locales que rehúyen cobardemente ese tema y que no se atreven a tratarlo en público, asumiendo que lo hacen en privado, aunque no sea más que para hablar mal del arrogante Maciel.
Las respuestas de los obispos al porqué aquí no hubo entrevista papal para las víctimas de abuso sexual prestan credibilidad a la hipótesis de Barranco. En general niegan el problema, no sin un cierto grado de cinismo, pues ¿quién no conoce la historia de José Barba Martín o de Francisco González Parga? La han contado y recontado verbalmente, por escrito, han dado entrevistas en todos los medios, en México y en el extranjero, y a pesar de eso el obispo Carlos Aguiar Retes, a la pregunta de por qué no se incluyó en la agenda del Papa un encuentro con ellos, dio una respuesta inaceptable: “Nosotros no podemos asumir el liderazgo de algo que no conocemos. Mientras las víctimas no aparecen, no se conocen sus rostros, no sabemos quiénes son…” (Reforma, 23 de marzo) ¿En dónde vive el obispo Aguiar, que ha logrado mantenerse ignorante de las historias de Maciel o de otros sacerdotes como Nicolás Aguilar Rivera y Carlos López Valadez, acusados de los mismos delitos que Maciel? Estas son las historias de su corporación, de su gremio, y han hecho escándalo, así que al obispo Aguiar no le creo.
Bernardo Barranco lo ha planteado en estas páginas. Benedicto XVI incurrió en una grave omisión al quedarse callado respecto de la pederastia sacerdotal en México, esto es, al hacer lo mismo que han hecho los obispos mexicanos. Si el Papa hubiera hablado, habría orientado a sus obispos, les habría indicado cómo tratar el problema, los habría educado y habría evitado que se mostraran tal y como son. Así, por ejemplo, el obispo de Tlapa, Óscar Roberto Domínguez, hizo una declaración al respecto en la que reveló una notable incapacidad de empatía con las víctimas. Si él es así, la verdad, mejor se hubiera dedicado a otra cosa. El obispo dijo: “Hay que ver la proporción. ¿Cuántas gentes (sacerdotes) han hecho este problema? ¿Cuántos sacerdotes vivimos como Jesús nos pide? Este problema en otras esferas existe y (nadie dice nada) (Reforma, 23 de marzo). O sea, “mal de muchos…” ¿Y a nosotros qué nos importa que en las filas del clero mexicano haya una masa de santos varones que portan orgullosos la azucena de San José? Con que haya un solo perverso, uno solo, basta para que todos reflexionen al respecto y, como son miembros de la corporación, que se pregunten qué hay en ella que puede llevar a alguien por ese camino.
Benedicto XVI nos trató distinto. No quiso ventilar el asunto de la pederastia sacerdotal con algunas de sus víctimas. Le habrán dicho que los mexicanos somos como niños con quienes no se puede tratar como si fueran adultos con capacidad de reflexión y de juicio. O tal vez le dijeron que los temas de la moralidad, del equilibrio mental y emocional de los sacerdotes no pueden discutirse con quienes poseen una fe religiosa superficial, atravesada por paganismos, católicos que no conocen el Evangelio y que en cualquier momento pueden caer en la aborrecida práctica protestante de pensar por sí mismos. Peor todavía, los obispos mexicanos, cuidadosos de su propio prestigio en el Vaticano, le habrán dicho al Papa que ellos se encargan de tratar con la masa de creyentes, a la que le conocen los modos; ese mismo conocimiento les permite asegurar que el asunto de la pederastia no interesa, que basta el espectáculo: la imagen del Papa dando la comunión al Presidente, el saludo a los candidatos, la foto del Papa con la Virgen de Guadalupe, la inolvidable escena de Benedicto XVI colocándose un sombrero charro. Le habrán dicho que el turismo religioso –como cualquier otro– se agradece mucho en estas tierras. Obispos como Aguiar y Domínguez habrán convencido a los representantes del Papa, o al Papa mismo, de que nosotros no necesitamos explicaciones, que estamos dispuestos a aceptar lo que ellos digan. Por eso nos trató diferente, porque, a sus ojos, no es cierto que todos somos iguales. Y ojalá que tengan razón, y que Marcial Maciel sólo haya habido uno.