no de los cuestionamientos de Monsiváis es indagar en qué momento dejó de imperar la noción de la República de las Letras en México. ¿El mercado?
“El campo de la escritura se trastoca al aparecer el mercado literario, artístico y cultural con otras demandas y otro lenguaje público. ¿Quién sabe ahora lo que significa ‘escribir bien’? ¿Es la literatura light la única literatura que se reconoce? ¿No es cierto que cuando se dice hoy novelas, la referencia por antonomasia son las telenovelas? La industria fílmica, a partir de los efectos especiales, exhibe el tedio ante la complejidad argumental, y ha perdido gran parte de sus recursos literarios.
La poesía sigue siendo espacio de lo bien escrito y allí no hay dudas así hayan disminuido los lectores.
Se debe quizá a la corrupción de los sistemas educativos en México: al avasallamiento del analfabetismo funcional que trae consigo la sólida disminución del vocabulario. Wittgenstein dice: ¿Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo? Las personas y las colectividades recurren cada vez a menos palabras, y a ésas, y bajo presión, se las obliga a decir más cosas, lo que repercute en el periodismo, cuyo autocensura es más aguda, luego de la política, tiene que ver con el nivel de comprensión de sus lectores.
El regreso al optimismo lo catapulta de nuevo e invariablemente a su época de formación, a su exaltado amor –casi religión– por la lectura, ese ejercicio de catalogación y síntesis interna, a la nostalgia por esa ciudad letrada de los años 50 y de manera irremediable al pasado de la propia ciudad, que entonces la propiciaba, con sus cafés, sus lugares públicos, sus librerías, su vida nocturna, su posibilidad rápida de desplazamiento, y el ejercicio de la escritura como oficio riguroso, y también debido a la carencia de una industria académica.
Por si nadie oye, me ofrezco a mí mismo como un resumen de estos días: al frenarse casi del todo la movilidad social, aumenta en vez de disminuir la movilidad cultural, el interés por lo no muy comercial, porque cultivarse es un gran acto desinteresado o porque así de imprevisibles son las vocaciones. Si los pobres persisten en alejarse de las murallas que rodean a la vida cultural (la burguesía cree que la cultura está bien si logra comprar un cuadro de Tamayo o de Frida Kahlo, hasta allí, o si se patrocina una institución cultural. Hasta allí...
Pero nada es estático. Según lo encamina su reflexión, su optimismo oscila, deviene rápidamente de nuevo en un pesimismo, cuando observa por ejemplo los embates que los actuales gobiernos promueven contra el Estado laico y sus efectos sobre la educación popular. Anticipándose a lo que ha sucedido recientemente, la aprobación en la Cámara de Diputados de modificar el artículo 24 de la Constitución y donde dice libertad de cultos, sustituirla por libertad religiosa, cancelando lo que desde las Leyes de Reforma se había ejercido sin reservas, expresa:
¿Qué se pretende entonces? Aquello que declaran reiteradamente los jerarcas: la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, enseñanza católica desde luego, porque según argumentan, es la religión mayoritaria y porque, dicen el clero y el PAN, a la laicidad la define la voluntad de los padres de familia, que al no estar ni remotamente organizados depositan su voluntad en las esferas celestiales.
Agobiado por estas alternancias, y en su deseo de vislumbrar aunque fuese algunas posibilidades para documentar su optimismo, Monsi confecciona una lista de hechos consumados –de causas o alusiones perdidas–, la inscribo, a modo de ejemplo:
“La competencia con la televisión, una batalla perdida en cuanto a la oportunidad de las noticias se refiere, se compensa por un hecho: la interpretación sigue a cargo de la prensa, no obstante el despliegue de mesas redondas televisivas. Eso obliga en las publicaciones a darle más espacio a los dossiers, imposibles de incluirse en la tv, reacia incluso a los reportajes…”
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