uando Bertolt Brecht estrenó en 1930 su pequeña ópera El que dijo sí –sobre la base de la pieza japonesa Taniko en la versión inglesa de Arthur Walley– con música de Kurt Weill, en la que el autor marxista sacrificaba al individuo en aras del bien de la comunidad, las respuestas fueron muy encontradas por lo que la rescribió y añadió una segunda parte, El que dijo no, en que se da un final opuesto que deja más claro el propósito brechtiano al mostrar la conveniencia de romper con los ritos y costumbres del pasado para elaborar otros nuevos. Desde entonces las dos óperas didácticas se publican y se escenifican juntas en un diálogo dialéctico que sigue las propuestas del autor de que el público reflexione en los problemas éticos y sociales y saque sus propias conclusiones sin dejarse llevar por las emociones, atento siempre a la razón.
La versión que ahora presenta el director escénico David Psalmon no se alinea con esta idea de Brecht utilizando casi únicamente la primera de las óperas para seguir su propuesta del grupo TeatroSinParedes, que rompe con la convención de la cuarta pared y consiste en involucrar al público pidiéndole directamente su opinión y haciendo que vote si el niño enfermo debe ser lanzado por el risco para que sus acompañantes puedan llegar hasta donde están las medicinas que salven a los aldeanos de la peste, o si lo deben regresar hasta su casa. Los espectadores dan sus opiniones con ciertos matices de un debate encabezado por los miembros del Gran coro que abandonan su rol de ser simples acotadores de los acontecimientos para volverse –los dos miembros masculinos y el femenino a que ha quedado reducido– una especie de maestros de ceremonias que dan la palabra, responden a lo dicho y finalmente cuentan los votos del sí y de un no que no tuvo oportunidad de manifestarse escénicamente, por lo que la pareja de óperas didácticas queda mocha.
No es reprochable que un director se valga de un texto conocido para dar su punto de vista o para modificarlo de alguna manera, eso ya se hace y casi siempre con fortuna por muchos de nuestros más importantes directores, pero lo que sí se le reprocharía a Psalmon es que no habla de una versión libre de la obra de Brecht sino que presenta su escenificación como si se tratara del texto brechtiano tal cual y completo, lo que no es correcto máxime que su público –por lo menos el día que yo asistí– era mayoritariamente juvenil, casi adolescente, que se quedará con una idea equivocada de las propuestas de uno de los dramaturgos y teóricos teatrales más importantes del pasado siglo y lo que va del presente. También me pregunto qué cosa es eso de música balkánica
de Daniel Hidalgo y Alexander Daniel inspirada en la ópera de Kurt Weill y la razón de que no se utilizara la original, sin negar que lo que se escucha sea eficaz.
Psalmon divide en cuatro partes su muy cuidada escenificación: 1. La epidemia o prólogo apocalíptico mostrado como danza Butoh coreografiada por Eugenia Vargas, 2. La sociedad moribunda, 3. La esperanza y 4. El dilema. La escenografía diseñada por Aura Gómez Arreola, consiste en dos marcos para las escenas de la aldea y en bloques que formarán la montaña y un tronco de árbol del final, movidos al mejor estilo oriental por los hombres negros o sombras
. La iluminación de Sergio López Vigueras y el videoarte de Daniel Ruiz Primo, complementan los espacios por donde los actores van discurriendo la acción desde que termina la lograda danza y del telar bajan las vestiduras diseñadas por Adriana Olivera. Los miembros de la compañía, tanto los músicos que tañen sus instrumentos en un costado de la escena como los actores son ofrecidos en el programa de mano mezclados sus nombres y sin identificar su papel, por lo que de los actores para mí desconocidos sólo reconozco al director como uno de los miembros del coro. Los demás actores resultan muy diestros como bailarines y entonados como cantantes, pero muy fallidos en lo actoral sobre todo el maestro que corta sus frases de manera extraña y el niño poco gracioso en sus expresiones presumiblemente infantiles cuando llega a su casa el maestro, todos con un sonsonete que a lo mejor intenta ser propicio para una ópera, a lo mejor es resultado de un mal manejo de la dicción o, en el más inverosímil de los casos, intenta acercarse a las teorías de Brecht sobre la actuación.