l pasado 5 de marzo, el mismo día que el vicepresidente de Estados Unidos, Joseph Biden, realizaba en México una auscultación exprés a los tres principales candidatos para los comicios presidenciales de julio próximo, en Ginebra, Suiza, una comisión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) documentaba la práctica de desapariciones forzadas en el contexto de la guerra sucia que, derivada de una orden de Felipe Calderón en diciembre de 2006, se libra desde entonces en el país.
Se ha dicho que la agenda oculta de Biden incluyó petróleo y seguridad. En tiempos electorales aquí y allá, el interés de la Casa Blanca por la seguridad de México tiene que ver con la seguridad nacional de Estados Unidos. Y ante la inestabilidad creciente en el golfo Pérsico, uno de los puntos principales de la seguridad nacional estadunidense es garantizar el abastecimiento seguro de petróleo.
El petróleo y otros recursos geoestratégicos de México, incluida la tierra como mercancía, están incluidos entre los objetivos neocoloniales de Washington y el capital corporativo trasnacional, plasmados en la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005). Desde 2007, el brazo operativo de la ASPAN (o TLC militarizado) ha sido la Iniciativa Mérida. Diseñada en Washington, la guerra
de Calderón en el marco de la Iniciativa Mérida no es contra las drogas o el crimen organizado. En clave de contrainsurgencia es una guerra contra el enemigo interno
. Es decir, contra el pueblo. Una guerra de despojo y saqueo de tierras y recursos. Un ejemplo reciente es el asesinato de Bernardo Vásquez, defensor de los territorios del valle de Ocotlán contra mineras canadienses. Lo que está en juego, pues, son vidas de mexicanos por minerales y otros recursos.
Más allá de los mitos sobre el caos y la violencia, sus responsables y ejecutores y la aversión al conflicto
de los mexicanos, el uso extendido y sistemático de mecanismos de represión estatales durante el sexenio que fenece ha colocado al México de Calderón en un lugar destacado en la historia universal de la infamia. Así lo confirma el reciente Informe del grupo de trabajo sobre las desapariciones forzadas o involuntarias, presentado en el 19 periodo de sesiones del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra.
El documento marca un continnum entre la guerra sucia de los años 70 y el momento actual. Con eje en los tres elementos característicos del terrorismo de Estado: la tortura sistemática, la ejecución sumaria extrajudicial y la desaparición forzada de personas, el informe alude a la identidad de algunos patrones
como la impunidad generalizada y la falta de plena verdad y reparación del daño a las víctimas. De manera específica menciona la existencia de un patrón crónico
de impunidad en México. Impunidad de actores estatales que desempeñan tareas de seguridad pública. Lo que incluye a miembros de las fuerzas armadas (Ejército y Marina) y de las policías federal, estatal y municipal, y sus respectivas cadenas de mando, que actúan en complicidad con agentes del Ministerio Público y jueces. Ello como parte de redes colusivas de corrupción-impunidad-simulación de alcances históricos, que operan al margen de la Constitución. Con su consecuencia evidente: la impunidad alienta la repetición de crímenes.
El informe destaca el elevado número de elementos castrenses que actúan como titulares de policías estatales (seis entidades) o de las secretarías de Seguridad Pública locales (14 estados), a lo que se suma un número significativo de cuerpos de policías municipales que son dirigidos por oficiales militares. Y debido a que la lógica, la función y el entrenamiento y equipos del Ejército son diferentes a los de la policía, afirma que ello ha degenerado en violaciones masivas de derechos humanos, incluida la práctica de la tortura y tratos crueles, inhumanos o degradantes.
Prototipo de un delito de carácter continuado, se produce una desaparición forzada cuando se arresta, detiene o traslada contra su voluntad a una persona o ésta es privada de su libertad por agentes gubernamentales de cualquier sector o nivel, o por grupos organizados o particulares que actúen en nombre del gobierno o con su apoyo directo o indirecto, su autorización o asentimiento (verbigracia, escuadrones de la muerte, paramilitares y grupos de limpieza social), y que luego se niegan a revelar la suerte o paradero de dicha persona o a reconocer que está privada de la libertad, sustrayéndola así a la protección de la ley.
El grupo de trabajo consigna que algunas veces el cuerpo de la víctima aparece mutilado, con señales de tortura o con los brazos y piernas atados, circunstancias que indican que fue privada de su libertad algunas horas o días antes de su ejecución extrajudicial, algo frecuente en la guerra interna desatada por el régimen de Calderón. Añade que no se puede enfrentar la grave situación de seguridad pública en el país a expensas del respeto a los derechos humanos ni permitiendo la práctica de la desaparición forzada, y que sin una adecuada y completa investigación penal no se pueden adjudicar esos delitos exclusivamente
al crimen organizado; señalamientos que cuestionan la retórica propagandística oficial de que los narcos se matan entre ellos debido a que el Estado los tiene acorralados.
El informe de la ONU recomienda el retiro a corto plazo de las fuerzas militares de las operaciones de seguridad pública. Y concluye que el Estado mexicano no tiene voluntad
o es incapaz
de realizar investigaciones efectivas en materia de desaparición forzada, pero que su obligación es seguir investigando para satisfacer el derecho colectivo e individual de las víctimas a conocer la verdad histórica. Más allá de tesis revisionistas o negacionistas, el Estado tiene el deber de recordar
, dado que la desaparición forzada es una violación continuada de derechos humanos y un crimen permanente.