Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una historia de amor
D

espués de un tiempo de entrar y salir por la puerta de atrás, la que da al callejón curvo y oscuro, regué las plantas del patio de la entrada principal y abrí la puerta de mi casa vacía, por fin deseosa de dar la bienvenida a una vida nueva ante la calle soleada y empedrada.

Mi acción resuelta coincidió con el paso en bicicleta del cartero, un joven de Xochimilco que, nueve años atrás, había enviudado unos meses antes que yo y al que no había vuelto a ver desde entonces, cuando me había dado el pésame al dejarme las cartas de condolencia, cuando además me comunicó que él también acababa de enviudar pero que, a diferencia de mí, él sí tenía un hijo, que cursaba la primaria y cuyo cuidado para el papá, desde el comienzo de su viudez, fue su mejor consuelo y su mejor compañía.

La compadezco, me había dicho con una franqueza que difícilmente encuentro en mi medio; usted sí se quedó sola, y la soledad está cañona, expresión que, a pesar de las circunstancias en las que el cartero la usó para manifestar cómo me compadecía, me había hecho reír en lugar de llorar.

Al rencontrarnos ahora, tanto tiempo después, el cartero detuvo la bicicleta y veloz se acercó a mí con expresión de sorpresa, con los ojos, los brazos y los labios abiertos. Impulsivo me abrazó y me dio un beso, con tal fuerza que la visera de su gorra se me clavó en la oreja y el impacto se la ladeó.

¡¿Cómo está?! ¡La veo muy bien!, me saludó contento, a la vez que apoyaba la bicicleta contra el tronco de un fresno y tomaba posesión del que se dispone a platicar con un viejo amigo al que no ha visto en años, en la acera ante la puerta de mi casa. Llevaba puesta una camiseta amarilla. Alternaba su posición, entre bien parado sobre las dos piernas algo abiertas, y recargado en la barda de piedra, debajo del rótulo de cerámica empotrado en la pared con el nombre y el número de la calle de mi casa, aunque en una u otra de las posiciones, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Me preguntó qué era de mí, así que para empezar le conté que me había vuelto a casar, y antes de que lo actualizara en mis demás quehaceres desde las últimas tristes ocasiones en que nos habíamos visto, el cartero había vuelto a abrazarme y besarme en la mejilla, al mismo tiempo que me felicitaba y exclamaba lo afortunada que era yo. “Pues a su edad –observó– no es fácil volver a casarse, y la soledad está cañona”. Como para documentar sus conclusiones, aparte de preguntarme mi edad, me contó que precisamente esa tarde se cumpliría el novenario por su tía, y él, apenas entregara la última carta en su mochila, se iría a comer por última vez con su prima, la hija de su tía difunta, una mujer de 60 años a la que su mamá, al enviudar décadas atrás, le había impedido casarse, pues argumentó que no la podía dejar sola, ya que era la única persona que podría cuidarla en su vejez, razones que a la hija, que en su momento habría acatado confusa, pero resignada, ahora la atormentaban de manera intensa e irremediable pues, según me comentó el cartero que su prima le comentó cada día del novenario de su madre, cuando las visitas agradecían la comida ritual y se despedían, la soledad está cañona.

“Así que usted es muy afortunada –volvió a enunciar el cartero–; qué buena suerte tiene. Yo la vi tan mal que llegué a preocuparme; de veras la felicito. Quería mucho al señor y estaba muy triste.” Aproveché la pausa en que el cartero se quedó pensativo para a mi vez preguntarle si él se había vuelto a casar. Agitó la cabeza al contestarme que no, con una seriedad casi solemne. Para romper la actitud del que resuelve que su destino está sellado, que a mí me parecía que al cartero, alegre como era, no le sentaba, en tono de broma le advertí que era muy exigente.

Pero mi comentario sobró, pues el cartero ya se había repuesto, al grado de que con una expresión cómplice y tan sonriente que incluso el bigote le vibró, me preguntó quién era mi nuevo esposo, y antes de que yo le contestara, también quiso saber, como haría un amigo, con tal curiosidad que bajó la voz al preguntármelo, cómo había tomado mi familia que yo me hubiera vuelto a casar.

Contenta, le contesté que mi mamá había declarado que era una bendición, tras lo cual el cartero de nuevo me abrazó y me besó, antes de volver a felicitarme y, tras montar su bicicleta y sin enderezarse la gorra, alejarse.