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Jornaleros de San Quintín: Juan Pérez Guzmán La región de San Quintín se localiza a 300 kilómetros la frontera con el estado de California. Esto permite a las más de 14 empresas agroexportadoras ventaja frente a otros productorescomercializadores no sólo nacionales sino estadounidenses. Sus costos son menores, por supuesto en transporte, pero también en pago de salarios y prestaciones de los miles de hombres y mujeres que contratan los patrones para la siembra, limpieza, fertilización y cosecha. San Quintín cuenta con una superficie menor de diez mil hectáreas susceptibles de riego mientras que en el estado de Sinaloa (el otro gran portento exportador de hortalizas), esa cifra es diez veces superior. Ambas zonas compiten, aunque participan en el mercado en temporadas diferentes en productos principales. La primera en primavera-verano y la segunda en verano-otoño, como es el caso de tomate (jitomate). Por las características de los productos que se cosechan en ambos lugares, como tomate, calabaza, cebolla, fresa, brócoli y pepino, se requiere de grandes contingentes de mano de obra, que tradicionalmente provienen de las comunidades indígenas mas pobres del país: Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Guerrero, etcétera. En el caso de San Quintín se requiere trasladar la mano de obra por más de tres mil kilómetros. Para Sinaloa la distancia es la mitad. La necesidad de garantizar la mano de obra en los campos agrícolas de San Quintín y tener un mayor control en el mercado de trabajo propició asentamientos de las familias jornaleras desde hace 20 años. Hoy existen más de 80 asentamientos con cerca de 30 mil jornaleros como reserva de mano de obra entre hombres, mujeres, niños y niñas. Los agroexportadores han evolucionado no sólo en términos de la producción sino que también han restructurado sus empresas para ser más afines a lo que demanda el mercado internacional. De haber sido empresas familiares, como las de los Rodríguez, los Castañeda y los González, hoy la relación con los brokers y la necesidad de mayor capital han implicado nuevas formas de asociación. Y el mercado globalizador exige organismos que se aboquen a estrategias de comercialización, de ahí que los grandes productores han integrado el Consejo Estatal Agrícola, una especie de confederación patronal agrícola para la exportación. A pesar de estas estrategias del capital, que permanentemente requieren para su crecimiento la modificación organizativa empresarial, en el caso de las y los jornaleros agrícolas pocos cambios se perciben, a no ser por los mayores niveles de productividad e intensidad de trabajo que ocurren. Las familias jornaleras, que suman más de 70 mil personas, en su mayoría indígenas, han realizado grandes movilizaciones para reclamar sus derechos. En el caso de los asentamientos exigen la regularización de sus predios, la introducción de agua potable, electrificación, vivienda digna, educación y particularmente la salud. La demanda en salud ha sido, sigue y será la afiliación al régimen permanente del Seguro Social. Institucionalmente la responsabilidad recae en el gobierno federal, y es ahí donde el Poder Legislativo debe actuar. Al trabajador se le descuenta su cuota del seguro, pero en muchos casos la empresa simula que los ha dado de alta. Según un estudio realizado por el Consejo Nacional de Población y el Colegio de la Frontera Norte, en 2003, del total de derechohabientes reportados en el Valle de San Quintín, cerca de 20 mil personas, en realidad menos del 30 por ciento estaban afiliados al Seguro Social. La situación de las mujeres es crítica. Los derechos de las madres trabajadoras no se respetan en lo que se refiere a trabajos pesados durante la gestación y el postparto; menos del uno por ciento de las mujeres ha recibido permiso en tiempo para amamantar a sus bebés. Por otro lado, sindicatos blancos controlados por la Confederación de Trabajadores de México y la CROM han venido desde hace más de 40 años estableciendo las reglas de la relación laboral sin participación alguna de los asalariados del campo. A los jornaleros los patrones les descuentan cuotas sindicales pero no reciben ninguna protección. Veamos: la mayoría de los jornaleros agrícolas, migrantes o no, se contratan diariamente por tratos a la palabra e individuales, con enganchadores o contratistas. No media ningún contrato escrito; los patrones se sustraen así con facilidad a la regulación de las autoridades laborales. Su pago es a destajo. De este modo, los productores aumentan la productividad y prolongan la duración del trabajo sin tener que retribuir horas extras. Los trabajadores tienen además que aportar sus propias herramientas de labor. No existe seguridad en el empleo, de modo que los trabajadores están siempre expuestos al desempleo. No existen prácticamente prestaciones sociales. Los trabajadores laboran seis días a la semana y no se les paga una prima adicional por el trabajo dominical y tampoco son compensados los días perdidos por enfermedad. Los jornaleros migrantes no disfrutan de los días festivos, de una prima vacacional, ni de reparto de utilidades que la Ley del Trabajo contempla para los trabajadores temporales. Los salarios se pagan en cheque, y algunos comerciantes, en contubernio con las empresas, les cambian los cheques por medio de compras de mercancías. Otra situación que enfrentan son los riesgos de trabajo durante los traslados desde las colonias o campamentos a los campos agrícolas, y la falta de reglamentación ha ocasionado accidentes fatales. * Resumen de ponencia presentada en el Foro temático “Jornaleros agrícolas y movimientos campesinos”, realizado por el Movimiento Regeneración Nacional el 10 de enero de 2012 en el Valle de San Quintín, Baja California. Experiencia de trabajadores en Acambay
Fabiana Sánchez Plata Acambay se sitúa al noroeste del Estado de México, habitado por población indígenas otomí y mestiza. Las actividades económicas son varias, y destacan la agricultura y la ganadería de leche y carne. La relación entre agricultura de riego (practicada con agua extraída de norias y bordos) y de temporal es histórica y está mediada por el empleo de la fuerza de trabajo a cargo de los medianos productores. Los ranchos de la “Laguna” son propiedad de los denominados “güeros”. En los 80s, los vínculos de las familias de los “güeros” se extendían a la cabecera municipal y la Ciudad de México. El capital económico se sostenía en la vivienda fincada en las tierras de cultivo, las tierras de riego y las granjas de ganado bovino para leche y carne. El rancho se consideraba como una casa de campo, sólo uno o dos miembros de la familia estaban de tiempo permanente ayudados por un capataz; el resto de la familia y el dueño iban poco al rancho. La relación entre los ranchos y las localidades vecinas se dio por la contratación de trabajadores agrícolas para necesidades específicas. Estos ranchos iban a la vanguardia: utilizaban variedades de maíz mejoradas, y cierta maquinaria, como tractores e implementos, sembradoras, camionetas, e incluso avionetas, para aplicar los herbicidas líquidos desde el aire en los meses de julio y agosto. Siendo una acción repetitiva anual, y agresiva por los químicos, se volvió una pesadilla para los campesinos y pequeños ganaderos que sacaban a pastar a los animales en las propiedades de pastizal que los “güeros” daban en renta. Los ranchos más prominentes fueron los que llevaban los apellidos de “los Rosendo, las Barajas y los Colín”. Sólo uno de los ranchos era comandado por mujeres, las Barajas, que sobrevive a los tiempos aunque muy disminuido. Los trabajadores en estos ranchos no tienen más que buenos recuerdos, pues aun con pobreza y salarios bajos, permitían año con año reunir a las familias de campesinos de localidades de la Loma de San Ángel, La Soledad, San José Bocto y San Mateo el Viejo y fortalecer lazos de amistad durante los dos meses que duraba la cosecha de maíz en la “Laguna”. En la década de los 80s fue más fuerte la relación entre los “güeros” y los trabajadores de las localidades vecinas. Los trabajadores era traídos a puntos específicos y regresados en una camioneta de redilas o un remolque. Éstos tenían que organizar bien los tiempos para irse de jornaleros y recoger las cosechas de sus milpas. A ellos la cosecha de la milpa se les facilitaba pues persistía el sistema de ayuda mutua, donde las familias se organizan para trabajar. Los trabajadores iban en grupo, todos los integrantes con capacidad para “aguantar” el ayate de mazorcas de maíz. Esto representaba para los jóvenes una ilusión muy grande, gracias a ello ganaban dinero y se compraban zapatos y ropas de vestir a su gusto. Esa dinámica de trabajo, que volvía a los campesinos de agricultura de temporal en jornaleros estacionales, dejó de ser intensa a mediados de la década de los 90s. Algo ocurrió con los rancheros de la “Laguna” y los jornaleros jóvenes agarraron camino para Estados Unidos. El cultivo del maíz parece ya no ser el articulador de las relaciones entre los rancheros y los productores de subsistencia. Son pocos los varones adultos que van a trabajar a los ranchos, ahora van más mujeres y niños. |