Al revés, en efecto
ocos funcionarios públicos en activo, o ya ubicados en el sector privado, tienen una posición tan privilegiada para considerar la situación del sistema financiero de México como Guillermo Ortiz. Fue un actor clave durante mucho tiempo en este campo de la política pública. En Hacienda, como subsecretario (1988-1994) y luego titular (1994-1998), y después gobernador del Banco de México (1998-2010).
Estuvo a cargo de la privatización de los bancos en 1989 y participó de modo relevante en la gestión de la crisis de 1995, la aplicación del Fobaproa, la creación del Ipab y el proceso venta de los bancos a empresas extranjeras. Ha participado de lleno en la configuración actual del sistema financiero, incluyendo el régimen de propiedad que hoy existe. Sus posturas al respecto son relevantes.
Desde la nacionalización de los bancos en 1982, el sector financiero ha pasado por cambios constantes que han ido conformando su actual arquitectura
. Esta no es, por cierto, armónica en su forma ni estable en su estructura. Padece deformaciones institucionales y distorsiones en la asignación de los recursos con los que intermedia y las utilidades que genera.
Su carácter y modo de operación es disfuncional para promover la inversión y el crecimiento de la economía; la gestión de los riesgos está desalineada y obtienen una parte significativa de sus ganancias comprando la deuda pública creciente del gobierno. Esta es una relación de dependencia mutua, pero es desigual.
Tal y como está el sector, no corresponde a ningún diseño o estrategia de desarrollo, sino a un constante acomodo a las circunstancias, marcadas especialmente por crisis recurrentes y un estancamiento productivo crónico.
Hoy los bancos extranjeros, que operan en el país como grupos financieros, concentran la mayor parte de las cuentas –cheques e inversiones– así como de la cartera de crédito y otros productos; tienen el mayor número de sucursales y cajeros automáticos. Estas empresas controlan el sistema de pagos, cuestión que no es menor, sobre todo en términos de la seguridad económica y la estabilidad de las transacciones. Su participación en el sector es de las más elevadas del mundo.
Es natural que siendo parte de grupos internacionales, respondan a los intereses de sus matrices, especialmente en este periodo en el que aquellas tienen que reforzar su capital y cumplir con nuevas regulaciones. Las operaciones en México constituyen para los bancos, como en los casos de BBVA Bancomer o Banamex, una fuente sustancial de sus utilidades globales y esos recursos se exportan desde aquí.
Los dividendos que generaron los bancos extranjeros entre 2003 y 2011, de 20 mil millones de dólares, según señala Ortiz (en su reciente artículo publicado en el Financial Times y reproducido en este diario), equivalen a lo que pagaron por los bancos. Por cierto, habrá que decir que los compraron saneados, con derecho a los pagarés del Fobaproa-Ipab que representaban una renta, con costo final al erario, y a muy buen precio. Ha sido, así, un negocio redondo. Según señala el mismo Ortiz, no ha sido así para el país.
El paradigma de la globalización financiera de la década de 1990 planteaba que la entrada de los bancos extranjeros a países como México atraería capital, provocaría más competencia en el mercado, habría más crédito y hasta sería factor de estabilidad, puesto que ante una crisis como la de 1995 destinarían recursos para evitar el quebranto de sus operaciones locales.
El mundo acabó siendo al revés
, en efecto, como ha dicho Ortiz. Visto en perspectiva aquel paradigma es un rotundo chasco, y había ya muestras de lo que podía pasar cuando Argentina dejó de pagar su deuda externa en 2001 y los bancos extranjeros abandonaron la plaza.
En México no hay planteamiento alguno en el terreno de la gestión económica general y financiera en particular, que abra la posibilidad de un tratamiento diferente en el sentido de un mayor control de las operaciones de los bancos extranjeros. Esa cuestión, planteada en los días recientes por Ortiz, está fuera del modo en que se ha definido la política económica desde los años noventa. En esto sí que ha habido continuismo, el paradigma más ortodoxo se sigue sin desviaciones.
Hoy, los bancos extranjeros sacan capital del país, no están listados en la bolsa de valores como debió haber ocurrido, asunto que se prestó en su momento a que Banamex se vendiera sin que se pagaran impuestos por sus antiguos dueños.
No hay manera de que la restricción estructural al crédito se supere en este entorno operativo, institucional, legal y, también, regulatorio. En México el crédito al sector privado es de los más bajos del mundo, apenas 23 por ciento del PIB, y con una carencia persistente de préstamos a las empresas medianas y, sobre todo, a las pequeñas. Al mismo tiempo se ha reducido a una mínima expresión a la banca de desarrollo, cuyos activos representan apenas 8.5 por ciento del total del sistema financiero, frente a 50 por ciento de los bancos y 10 de las sociedades de inversión.
La redefinición de la estrategia financiera es imperativa y una parte esencial tiene que ver con la arquitectura del sistema. Los bancos tienen ahora en el mundo una muy mala imagen a raíz de la crisis de 2008; en México la historia reciente contribuye también para que así sea. Pero en una economía de mercado compleja como ésta el crédito es un elemento básico para extender la capacidad de inversión y de consumo en todos los grupos de la población.