l terminar una conferencia sobre migración en un pueblo michoacano se me acercó una familia a platicar y me informaron que acababan de regresar de Estados Unidos. Al preguntarles por la razón de su retorno me dijeron que se acababan de naturalizar y al día siguiente de haber obtenido su pasaporte estadunidense regresaron al pueblo de origen.
La razón es muy simple, habían pasado muchos años en Estados Unidos, obtuvieron la residencia, pero no querían quedarse de manera definitiva. Sin embargo, consideraban la nacionalidad como un seguro de vida y de salud, para ellos y sus hijos. Una vez logrado el objetivo, emprendieron el camino del retorno.
Sea para quedarse de manera definitiva o para regresar, la naturalización se ha convertido en una opción viable y redituable para los mexicanos. Aquellas viejas consejas de que no se podía traicionar a la patria han dejado de ser operativas y ya no influyen, como antes, en el ánimo de los migrantes.
A mediados de los años 80 se naturalizaban unos 20 mil mexicanos por año. A mediados de los 90 la cifra subió a cerca de 200 mil, por varios años consecutivos. En la primera década del presente siglo las cifras bajaron a unos 70 mil por año, pero en 2008 subieron a 231 mil.
Como resumen de esta danza de cifras, donde las variaciones dependen de los ritmos de la burocracia, se puede concluir que de 1987 a 2010, poco más de 2 millones de mexicanos se naturalizaron como estadunidenses y tienen dos nacionalidades (2 millones 87 mil 849).
Se trata de un cambio cultural sin precedentes. Los mexicanos, a pesar de ser la mayoría en cuanto a población extranjera radicada en Estados Unidos, eran los que tenía las menores tasas de naturalización.
El cambio en buena parte responde a que en 1986 se legalizaron 2.3 millones de mexicanos con la amnistía de aquellos años (IRCA). Para poder naturalizarse estadunidense deben haber pasado cinco años como residente y luego se puede optar por la naturalización y pasar los exámenes correspondientes. De ahí que empezara a incrementarse de manera notable el número de migrantes naturalizados. En 1987 se naturalizaron 21 mil y nueve años después fueron 217 mil.
Optar por una nueva nacionalidad no suele ser fácil, es una decisión personal, íntima se podría decir, pero que también supone reconocer que uno pasó de ser migrante a ser inmigrante, lo que implica una voluntad de integración en el país de destino.
Un segundo impulso a la naturalización fue la ley de migración de 1996 (IIRAIRA), que limitaba una serie de recursos y derechos a los migrantes residentes. Para tener acceso a todos los servicios de salud y otras prestaciones en la vejez se requería ser ciudadano. Muchos viejos migrantes, que se sentían cómodos siendo residentes, tuvieron que optar por la nacionalidad, para no perder derechos ya adquiridos. Cada vez es más marcada la distancia entre ser residente o ser ciudadano, lo que obviamente invita y promueve la naturalización. Las leyes migratorias suelen tener consecuencias no anticipadas, y esta es una de ellas. De ahí la larga cola que se tiene que esperar para poder acceder a la nacionalidad en el vecino país.
Otro elemento que sin duda ha impactado fue el cambio en la Constitución mexicana con respecto a la no pérdida de la nacionalidad, promulgado en 1997. Lo que significa que la nacionalidad mexicana es irrenunciable, aunque en la práctica lo pueda exigir otro país al hacer el trámite de naturalización.
En México, los avances en la legislación sobre nacionalidad han sido lentos, pero se va caminando. En 1934 se legisló y se precisaron las condiciones para adquirir la nacionalidad mexicana por nacimiento o por naturalización. Luego, en 1969, una reforma posibilitó a la madre mexicana que su hijo nacido en el extranjero sea mexicano, derecho que sólo tenía el padre y que reflejaba una clara inequidad de género. En 1974 se facultó al varón extranjero que contraiga matrimonio con mexicana a adquirir la nacionalidad mexicana por naturalización, otro elemento que afectaba los derechos de la mujeres. Finalmente, en 1997 se promulgó la reforma constitucional para la no pérdida de la nacionalidad
, lo que hace posible la doble nacionalidad de facto.
Esta reforma estaba directamente conectada con lo que venía sucediendo con los mexicanos en Estados Unidos, que estaban optando por la naturalización y perdían la nacionalidad mexicana. Durante el año anterior a la promulgación de la ley (1996) se naturalizaron 217 mil mexicanos, los cuales perdieron la nacionalidad de origen.
Además de ser un hecho simbólico, la no pérdida de la nacionalidad ha sido un mecanismo de defensa utilizado de manera masiva por los países emisores de migrantes. Si se considera a la población de origen como uno de los recursos más valiosos que existen, ningún país puede darse el lujo de perder población. Menos aún cuando se trata de varios millones de personas, como el caso de México.
La tendencia mundial en cuanto a los criterios y concepción de la nacionalidad se ha bifurcado de manera notable y consistente. Los países ricos privilegian el derecho de sangre (jus sanguinis), otorgan la nacionalidad a los hijos de nacionales y han abandonado paulatinamente el derecho de suelo (jus soli), que otorga la nacionalidad a todos los que nacen en el país.
Por el contrario, los países emisores, que suelen ser ricos en población y pobres en cuanto a capital, mantienen los dos derechos, el de suelo y el de sangre y, además, han empezado a legislar sobre la no pérdida de la nacionalidad.
Las ventajas de tener a más de 2 millones de mexicanos binacionales son muchas, tanto presentes como futuras. Pero hay que identificarlas y analizarlas a fondo, para poder definir políticas públicas que le saquen partido a esta riqueza excepcional.