l milagro económico chino es de tal magnitud que cada vez se escuchan menos los ecos de la represión en Tiananmen, la violación de los derechos humanos en aquel país, la represión en el Tíbet, la contaminación desmesurada del medio ambiente a tal grado que partículas de sustancias prohibidas en las fábricas de occidente llegan volando desde China hasta las costas de California. ¿Y qué decir del control y la censura en la Internet?
¿Por qué Occidente no es tan duro en sus críticas con el régimen chino y sí, por ejemplo, con la Venezuela de Hugo Chávez? No digo que no las merezca uno o el otro, pero, ¿será menos democrático el país latinoamericano que el gigante de Asia? ¿A los especialistas les importará saber que la Venezuela de Chávez vende petróleo a China a tal precio de ganga que le conviene más a los chinos revenderlo que consumirlo porque les genera más recursos?
¿La tolerancia con China será porque no es posible que seamos demasiado duros con nuestro propio banquero? ¿Eso prueba que el silencioso músculo financiero resulta más efectivo que el militar al que occidente ha recurrido de manera sistemática?
La crisis financiera internacional que ha sacudido a Estados Unidos y a Europa ha encontrado en China a un banquero providencial. Si los gobiernos africanos agradecen que los inversionistas chinos construyan obras de infraestructura donde la industria occidental ni siquiera ha considerado trabajar, las grandes potencias occidentales parecen voltear la mirada para dejar hacer y dejar pasar el cómo China genera recursos.
En estos días empieza a circular un libro que documenta muy bien ese cómo de China que está consolidando su futura hegemonía, La silenciosa conquista china, de Heriberto Araujo y Juan Pablo Cardenal, un gran reportaje elaborado durante cinco años que los hizo viajar a 25 países para conocer de manera directa la que llaman la nueva ruta de la seda
que busca sobre todo materias primas y petróleo.
Heriberto Araujo nos dice que la construcción de esa hegemonía que ha permitido que encontremos productos made in China en todo el planeta, más que un asunto de comercio internacional, lo es de seguridad nacional: para evitar brotes sociales incontrolables en su territorio China debe mantener, por lo menos, un ritmo anual de crecimiento de 8 por ciento. Lo que abone sobre esa cifra literalmente es ganancia.
Y si aunamos a esas cifras el dato que en aquel país cada año su población de mil 300 millones de habitantes consume medio kilo más de carne al año, resulta casi imposible imaginar un futuro en el que ese pueblo pueda consumir lo que cualquier familia de clase media baja consume en la mayoría de los países occidentales.
¿No será el momento de apoyar decididamente la educación para en lugar de vender materias primas las vendamos con un valor agregado? ¿No será el momento de combatir en serio la corrupción con instituciones absolutamente independientes del aparato gubernamental para evitar malas prácticas comerciales? Por lo menos eso será más productivo que aprender chino mandarín. Los japoneses han logrado aprovechar el potencial de producción china, imponiéndole a sus proveedores reglas muy claras sobre la mesa que van de los controles de calidad a los impuestos sobre productos específicos. No tiene los mismos estándares de calidad un teléfono chino comprado en nuestro país que en Tokio.
Mucho se ha dicho que el siglo XXI será el siglo de las religiones. Phillip Dick imaginó que cristianos y musulmanes formarán una sola iglesia en el futuro. Yo me inclino a pensar como Araujo y Cardenal que este siglo será el siglo de la hegemonía china, de la actual fábrica del mundo, el de la civilización –que no sólo el de una cultura– que tiene vocación de imperio. El ideograma de China es un rectángulo atravesado por la mitad con una línea vertical. El rectángulo simboliza la tierra y la línea vertical; China, el centro del mundo.