Opinión
Ver día anteriorJueves 23 de febrero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Traición
Q

uizás sean las palabras escritas por Harold Pinter en 1955 y mencionadas al recibir el Premio Nobel, acerca de que una cosa no es verdadera o falsa y puede ser verdadera y falsa a la vez, lo que defina mejor a esta obra escrita en 1979. La ambigüedad siempre presente en la obra del dramaturgo inglés ha dado lugar a muchas interpretaciones de este texto, algunas que inclusive bucean en su vida privada. Para mí, y no obstante lo dudoso de lo que puede ser o no verdad, Traición se inscribe por un lado, en las ácidas críticas que Pinter hiciera a la clase media alta inglesa no sólo por lo más aparente, el adulterio de una mujer con el mejor amigo del esposo, sino por esa flemática contención debida a los buenos modales que privaban en esa época. Por otro lado, pertenece a la lista de textos del autor en que analiza el poder: para Robert, el conocimiento ocultado a Jerry es poder, para Jerry su amorío con Emma le confiere un poder sobre el amigo y para Emma el fingimiento de que todo está normal le da una especie de poder sobre los dos hombres.

Elusiva, como todos los textos del dramaturgo inglés, Traición es poco clasificable a pesar de los intentos que se hagan y su estructura, en la que primero se plantea el final y va retrocediendo en el tiempo a lo largo de siete años en la historia y nueve cuadros en escena hasta el inicio de la relación adúltera, es muy original en este autor (y en otros). Si la mentira, o por lo menos no decir la verdad, es traición, los tres personajes cometen pequeñas traiciones unos a otros como se va develando a lo largo de la escenificación. Pinter nunca explica en sus obras el motivo de las acciones de sus personajes que se muestran a través de lo que dicen, con un diálogo aparentemente banal que oculta subtextos sorprendentes y las famosas pausas –tan difíciles de manejar que algunos directores han abusado de ellas– entre parlamentos en algunas escenas. En Traición encontramos todos estos rasgos de su escritura y quizás por ello el director Enrique Singer la tiene por una obra canónica del siglo XX según nota de Arturo Jiménez en este diario. La traducción de Daniel Pastor, también productor, conserva la sencillez de los parlamentos propia del dramaturgo inglés.

La multiplicidad de breves escenas crea un problema, que en este montaje está muy satisfactoriamente resuelto por Auda Caraza y Atenea Chávez a base de una pantalla a todo lo largo del escenario, colocada en su parte superior; en ella se proyectarán videos –de Raúl Prado y Cuauhtémoc Nájera– que reproducen lo mismo un pub que una biblioteca o la ventana del departamento que es nido de amor. Los mismos actores acercan los muebles muy bien elegidos y los cambios son apoyados por la iluminación de Víctor Zapatero. Es en estos espacios en los que Enrique Singer marca su trazo, siempre contenido excepto en algunas escenas de arrebato en el nido amoroso, en las que las buenas maneras salen sobrando y los amantes tienen un hálito de libertad.

Singer no se excede con las pausas características de Pinter, sino que las dosifica y las usa al principio, con el encuentro de los amigos en la biblioteca de Robert, creando una tensión especial, y muy largamente en la escena de la alcoba conyugal cuando Emma confiesa a Robert su amorío extraconyugal y Robert se aleja hacia la ventana en la que la lluvia compite en tristeza con el marido engañado, o bien en el primer encuentro de los ex amantes tras dos años de no verse, en que las pausas son sinónimo de desconcierto. Además del trazo que juega las escenas a la derecha o a la izquierda y pone cierto énfasis en las bebidas, quizás como signo de decadencia, Singer logra que su buen reparto actúe con sensibilidad e inteligencia aparte de que la actriz y los actores tengan una trayectoria, quizás menor la de Marina de Tavira –que avala su buen desempeño–: Juan Manuel Bernal como Jerry, Marina de Tavira como Emma y Bruno Bichir como Robert, además de Miguel Ángel Loyo como el mesero del restaurante en que transcurre una de las escenas de mayor hipocresía. El muy adecuado vestuario de los años 70 fue diseñado por Mario Marín del Río y la música original es de Diego Herrera.