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Las glorias de Xóchitl El ocaso pulquero es alegoría de la aculturación nacional. Tenemos aún tequila, raicilla, bacanora y otros mezcales, pero son licores mestizos: hace nueve mil años los nómadas de Aridoamérica ya cocían el tallo del maguey, sin embargo el mexcalli se volvió aguardiente al llegar de Manila los primeros alambiques. El pulque en cambio mana directamente del corazón del metl: fluye del México profundo. Nuestros destilados de agave –como nuestros vinos y cervezas– son disfrutables y a veces tradicionales, pero nacen de la hibridación colonial. Además de que su anclaje en los mercados locales y extranjeros es obra corporativa: fueron empresas de fuste las primeras embotelladoras, la de los Cuervo nacida durante la Colonia y la de los Sauza fundada a fines del siglo XIX; hace 40 años aparecieron tequilas industriales apócrifos como el español Pachuca y el japonés Morozoff, y son grandes consorcios los que en las dos décadas recientes detonaron el boom internacional de tequilas hechos en México pero bajo normas que legalizan su adulteración. Así, bocabajeado y todo, el neutle de larga hebra es el único licor identitario que nos queda. El octli debe su terca persistencia como bebida artesanal a lo efímero de su exquisitez. Y es que al no poderse detener el proceso de fermentación, su condición óptima sólo dura unos cuantos días y después se aceda. Como a los guisados suculentos y otros buenos placeres, al puliuhqui hay que entrarle cuando está a punto. Y posiblemente en ello radica su resistencia a la plena mercantilización, que demanda almacenamiento prolongado. Desde hace dos mil 500 años el agave pulquero se raspa para que siga manado aguamiel y en tiempos de los toltecas el del metl era ya un cultivo importante. Decían los antiguos que fue Mayahuel, una mujer de Tamoanchán, la que encontró la fuente del aguamiel y que uno de sus esposos, Pantécatl, inventó la forma de fermentarlo. Otra leyenda atribuye el hallazgo al noble Papatzin, quien envió a su hija Xóchitl a que se lo diera en ofrenda al rey de Tula, Tecpancalzin, quien la retuvo como esposa y engendró con ella un hijo al que llamaron Meconetzin (hijo del pulque). Entre los aztecas el octli, cuyo consumo era ritual, se bebía con popote (pópotl) y en ocasiones señaladas. Dice Sahagún: “También hacían fiestas a todos los dioses del vino, y poníanles una estatua (…) y delante de la estatua una tinaja hecha de piedra que llamaban ometochtecómatl, con unas cañas con que bebían el vino los que venían a la fiesta y aquellos eran viejos y viejas, y hombres de guerra bebían vino de aquella tinaja, por razón de que algún día serían cautivos de los enemigos (…), y así andaban holgándose y bebiendo vino (…)”. Hernán Cortés lo menciona en su segunda Carta de relación: “Miel de unas plantas que en las otras islas llaman maguey que es muy mejor que el arope; y de estas plantas facen azúcar y vino, que asimismo venden”. Durante la Colonia perdió su significado religioso, aumentó su consumo y, al tiempo que por los impuestos que pagaba crecía su importancia para la Real Hacienda, se extendía su fama de ser lacra social, causa de vicios y violencia entre el peladaje. Además del modesto habitué de las pulcatas, el blanco y sus curados han tenido partidarios ilustres. En su Historia natural de la Nueva España, escribe Francisco Hernández: “Del jugo que mana del metl (…) fabrican vinos, miel, vinagres y azúcar; dicho jugo provoca las reglas, ablanda el vientre, provoca la orina, limpia los riñones y la vejiga, rompe los cálculos y lava las vías urinarias”. A principios del siglo XIX, Humboldt sostenía que el maguey “es la planta más útil de todas las producciones que la naturaleza ha concedido a los pueblos montañeses de la América Equinoccial”. Sin embargo la hostilidad del poder por los hábitos espirituosos del vulgo se manifestó desde 1529, cuando en una real cédula, Juana de Castilla ordena a la Audiencia de la Nueva España y al obispo Zumárraga se prohíba a los indios la ingestión de pulque “para evitar la embriaguez y los vicios carnales y nefandos”. La orden no se obedeció pero, poco después, Alonso de la Herrera, fabricante de cerveza, exigió su debido cumplimiento pues el rústico neutle curado quizá con guayaba, competía deslealmente con su fermentado de cebada perfumado con lúpulo. Demanda de contundencia comercial que tampoco tuvo efecto por razones igualmente económicas: en el siglo XVII por concepto de alcabalas y otros impuestos el popular octli hacía ingresar unos cien mil pesos anuales a la real caja, y en el arranque del siglo XIX, cuando en el país se producían anualmente unos seis millones de litros de pulque –de los que 70 mil se consumían diariamente en la capital–, los impuestos al clachique representaban cerca del 20 por ciento del ingreso total de la Real Hacienda. Con todo, al licor de la reina Xóchitl se le siguió proscribiendo, especialmente cuando sus principales consumidores se alebrestaban. Así, se le prohibió a raíz del motín de 1692 y durante los disturbios por el hambre y la peste de 1784 y 1785. Cruentos alborotos que los benévolos gobernantes coloniales no se podían explicar más que por los obnubilantes vapores del tlachicotón. Y la hostilidad siguió durante el México independiente. Salvo en los años porfiristas cuando el ferrocarril Interoceánico y el Mexicano conectaron los tinacales del altiplano con las ciudades de México, Puebla, Tlaxcala y Pachuca, haciendo del perecedero clachique un negocio rápido y rentable. Surgió entonces una “aristocracia pulquera” agrupada en la Compañía Expendedora de Pulques, que fletaba tres trenes diarios sólo para abastecer la capital, donde controlaba el 90 por ciento de los expendios. El gran negocio pulquero no sobrevivió a la Revolución debido a la competencia de otras bebidas más fáciles de embotellar pero también al racismo. Y es que así como comer tortillas te hace inferior a los que comen pan, también vale más quien se emborracha con chíngueres importados que el briago de pulcata. “Mientras haya pulque no habrá civilización”, decía José Vasconcelos. Y hasta un viajero tan penetrante como Egon Erwin Kisch se exhibe como europeizante anticlachique: “Los hombres oriundos de las tierras de la vid y el lúpulo no podrían comprender qué es lo que tienta a los habitantes de estas ciudades a beber pulque. El sabor de esta bebida escapa a toda posible descripción”. Y la acusa de ocasionar “idiotismo, miseria y crimen”. En 1930 había 50 millones de plantas de maguey, en 1950 eran 25 millones y para 1970 ya sólo quedaban 20 millones, lo que anuncia la extinción del pulque, pero también el creciente deterioro de las tierras del Altiplano, a las que el agave protegía de la erosión al retener suelo y humedad. Hace 25 años la Enciclopedia de México anunciaba: “Todo parece conducir a la desaparición del maguey y del pulque. Los principales enemigos son la falsa conciencia de la modernidad y el buen gusto, el desprecio por las bebidas y los bebedores del México profundo y una conjunción de fuerzas económicas encabezadas por los cerveceros ahora con el refuerzo de los vitivinicultores”. Y parecía verdad: desde hace tres décadas el tlachiquero que, acompañado por un perro y un caballo, pasaba frente a mi casa en San Andres Totoltepec, con su acocote al hombro y un par de castañas asentadas sobre el jamelgo, ya no pasa más. Pero no. En el arranque del tercer milenio los chav@s están agarrando de nuevo la hebra y en la Ciudad de México retoñan las pulcatas de nombres inefables. Si hace 80 años teníamos El Coloquio de los Megaterios, El Triunfo del Me Estoy Riendo, Los Recuerdos del Porvenir, La Postura Correcta ante lo Imprevisto y Los Hombres Sabios sin Estudio, hoy tenemos La Paloma Azul y Nomás no Llores, en Tepepan, y por el Eje Central una concurridísima: Las Duelistas. Bienvenidos al “licor de las verdes matas”. A saber si ya nos hicimos de nuevo al pulque. Pero lo cierto es que los avatares del entrañable baba dry son los de una identidad despreciada arriba y reafirmada abajo. Al respecto, un artículo de La Orquesta del 18 de julio de 1868, referido a la desnacionalización de las bebidas pero aplicable a desnacionalizaciones más recientes, es de una pasmosa actualidad. “El ciudadano Pulque Blanco por sí y en nombre de sus menores hermanos, de piña, de tuna, de naranja, de apio (…), ante el Ayuntamiento de México, comparezco y digo: “No es posible por más tiempo la persecución de que somos víctimas. Creados y nacidos en este país, era natural que esperásemos protección de parte de los gobiernos nacionales, y que, como el vino en España, gozásemos los pulques en México de todas las consideraciones debidas a patriotas. “Relegados a los barrios de la ciudad los expendios de pulque, el centro ha quedado enteramente a merced de nuestros naturales enemigos, el Cognac, el Brandy, el Ajenjo, y otros, que sin más razón que no ser del país gozan de toda clase de franquicias. Las pulquerías han de cerrar a las cinco, no se puede tomar allí lo que allí se vende y no se consienten músicas ni reuniones. Y en cambio, en donde se expenden licores extranjeros, hay mesas, y sillas, y música, y están abiertos de día y de noche. ¿Será porque ahí sólo va gente de levita? “¿Por qué los de chaqueta, y los que ni aun eso usan, no han de poder tener su pulquería, como los aristócratas su borrachería? ¿Porque el Pulque embriaga? ¿Pero el Cognac y el Catalán y el Chinguirito, no?” No se hable más: ¡Ya está dicho, y es p´a pulque, y el que sobre lo tiramos! |