a situación económica en Grecia es hoy la expresión más concentrada de la crisis financiera que irrumpió en septiembre de 2008, pero no es ese su origen. En las circunstancias que prevalecen hay una tentación para interpretar lo que ocurre desde una óptica en blanco y negro, propia de situaciones de alto nivel de conflicto.
El conflicto en torno de la deuda griega está planteado de modo abierto. Los deudores privados, entre los que destacan los bancos alemanes y franceses, admiten una quita del valor del rendimiento de los bonos que amparan esa deuda del orden de 70 por ciento. Para ello hay una serie de condiciones que se intentan imponer con el cobijo de la Unión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, la llamada troika. Se exige un muy fuerte ajuste de las cuentas públicas para llevar las finanzas griegas de un déficit superior a 10 por ciento del producto a un superávit primario (antes del pago de intereses) de 4.5 por ciento en 2014.
Sólo así fluirían los recursos del paquete de rescate, alrededor de 130 mil millones de euros (170 mil millones de dólares). Esa cifra debe referirse a que la deuda representa 160 por ciento del producto que se genera. No se puede pagar. Así, el primer ministro Papademos declara que: Una quiebra desordenada sumiría al país en una desastrosa aventura
y esto crearía condiciones de un caos incontrolable y una explosión social
.
La economía griega lleva cuatro años en recesión. Los ajustes fiscales han sido grandes y no se aleja del borde del caos. En este escenario la oferta del gobierno de que un nuevo programa de austeridad, que comprende la reducción de los salarios y el despido de trabajadores, sobre todo del sector privado, para restaurar la estabilidad fiscal y la competitividad y, así, retornar al crecimiento probablemente en la segunda mitad de 2013, tiene muy poca o nula credibilidad.
Esto es parte del costo de haber impuesto un gobierno en Atenas por parte de la Unión Europea en lo que ha sido, junto con Italia, una alteración radical de las normas de la democracia en ese continente.
Los líderes europeos, sobre todo los alemanes, han propuesto ejercer un control completo del presupuesto griego, lo que significa, en efecto, la intervención de la caja como pidió la señora Merkel, y que ahora se suaviza
pidiendo un compromiso por escrito del gobierno de que se aplicará el ajuste propuesto, como demanda el ministro del finanzas Schäuble, o que decidan mediante un referéndum si permanecen en la zona euro.
Ninguna opción es viable y ya hay una especie de procónsules de la troika en Grecia. El euro aparece ahora con su verdadera esencia, más que un pacto interregional, ha sido una imposición. Nada de esto hará que se supere el conflicto, al contrario. El Parlamento griego votará una resolución y la respuesta estará en la calle.
La experiencia griega en el euro y, sobre todo, las condiciones que llevaron a esta crisis representan, como ocurre en los procesos sociales, un amplio claroscuro.
El gobierno griego, como expresión del sistema político del que emana, tiene una gran responsabilidad en esta crisis junto con los grupos sociales que se beneficiaron de la deuda hoy impagable.
La mala gestión fiscal está asociada con un sistema sin control y con recursos prácticamente inexistes. El aparato impositivo está en ruinas, lo que lleva a una insignificante captación, ya sea por los impuestos aplicados a los ingresos de empresas y personas. Esto se asocia con una gran desigualdad en la distribución de las cargas de los contribuyentes. La burocracia es enorme y con una productividad mínima o negativa, que impone un costo imposible de sostener. La deuda, hoy impagable, se fue en una parte sustancial al gasto corriente del gobierno y a satisfacer una amplia gama de intereses creados. Esta situación ha llevado a una serie de derechos adquiridos a los que nadie quiere renunciar y que ya no se pueden sufragar, y abarcan factores como las pensiones, para las cuales ya no hay fondos que las sostengan.
Las empresas públicas son un caso ejemplar de disfuncionalidad, como ocurre, por ejemplo, con el sistema ferroviario, viejo, inoperante, sobrepoblado de funcionarios y muy oneroso. Lo mismo acurre en todo el aparato del Estado. En el caso de Grecia, no han sido los bancos con que han tenido un papel central en la crisis, sino que son inviables por los efectos del desbarajuste fiscal.
Claro que hacer estas cuentas es ahora impopular. Pero están en el centro de cualquiera que sea el resultado de la gestión de la crisis. Papademos y su gobierno lo saben y, tal vez, por eso quieren seguir bajo la tutela del euro y tener un paraguas para aplicar los ajustes y evitar, o posponer, la amenaza del caos.
El dinero no alcanza en Grecia para mantener la estructura del desorden interno, satisfacer la demanda de los grupos privilegiados y, menos aún, preservar alguna forma de resistencia para el resto de la población que carga con las cuentas más grandes del ajuste.
Eso no excluye de la responsabilidad de este desbarajuste a los bancos que invirtieron en los bonos de la deuda griega al calor de la exuberancia previa a la crisis. Tampoco a las calificadoras de riesgo que tuvieron un papel protagónico en la acumulación de las deudas. Los otros gobiernos de la Unión Europea y de la zona euro son parte clave del elenco y siguen provocando el caos.
La recesión griega continuará, cualquiera que sea el desenlace de la deuda, con euro y sin euro. Esa economía tiene pocos mecanismos de ajuste, aun volviendo al dracma como moneda nacional. Y rearmar la organización social interna será un proceso duro, largo y rasposo. Este es el boquete de la Unión Europea, como el del Costa Concordia en la isla de Giglio.