uchos se han sorprendido del resultado que tuvo la lucha por la candidatura presidencial del PAN entre Ernesto Cordero, Josefina Vázquez Mota y Santiago Creel. Objetivamente, se trató de un final que muy pocos, fuera de los partidarios de Vázquez Mota, se esperaban y, menos, del modo apabullante en que se dio su triunfo. Sin embargo, se trató sólo de una apariencia, pues es verdad que la dirigencia panista se encontraba en una situación tan extremadamente delicada, dada la reiterada y dominante ventaja que ella mostraba siempre en las encuestas y pese al favoritismo exacerbado que Calderón exhibía por su ex secretario de Hacienda, como para lanzarse a la aventura de descalificarla y negarle el triunfo.
De hecho, eso último fue lo que todo mundo vislumbraba. Como la puja quedaba circunscrita a los miembros y adherentes del blanquiazul, era fácil imaginar que, desde el poder y, en especial, desde Los Pinos, se echaría mano de todos los recursos para hacer triunfar a Cordero. Algo debió ocurrir en alguna etapa del proceso que hizo imposible esa posibilidad, si bien no del todo, pues la votación obtenida por el llamado delfín fue, de verdad, totalmente extraña a las tendencias que las encuestas revelaban. Del mismo modo en que lo fue, al revés, la que obtuvo Creel, que siempre estuvo por encima de Cordero.
Ciertamente, alguien o algo debió haberle roto a Calderón su frente interno en el gobierno y en el partido, de modo de impedir una cargada en apoyo de su favorito. Muy pronto, la dirigencia panista comenzó a dividirse entre partidarios de Cordero y de Vázquez Mota y, lo más notorio, los mismos exponentes del gobierno y hasta del círculo más íntimo de Calderón comenzaron a dividirse en sus preferencias sin que nadie pudiera evitarlo o se atreviese a parar la diáspora. Cuando Roberto Gil, tan allegado al ocupante de Los Pinos, anunció que se decidía por Vázquez Mota la suerte pareció echada. Por lo visto, había ya vía libre para que todos se expresaran como lo decidieran en lo particular, sin presiones.
Todo ello pudo haber salvado al PAN y a su gobierno de una tormenta interna que nadie puede imaginar en qué habría acabado. Calderón, simplemente, no pudo hacer nada para parar a la precandidata o, tal vez, no lo quiso, lo que avalaría la idea muy generalizada de que su intención era, desde luego, sacar adelante a Cordero, pero, ante todo, parar a Creel, su antiguo contendiente, gran contradictor dentro del panismo y, lo más importante, un claro prospecto de Vicente Fox al que no se le iba a permitir meter las manos en el proceso.
Muchos han disertado sobre la naturaleza consustancialmente democrática
del PAN que, al parecer, acabó imponiéndose al autoritarismo calderonista. El desmentido a tal hipótesis tradicionalista lo dan los mismos hechos de la lucha interna. Nunca, antes de llegar a ser un partido gobernante
(como lo definió Luis H. Álvarez a principios de los noventa), se había visto que los panistas, para dirimir sus conflictos internos, recurrieran a las prácticas sucias, desleales y prepotentes de sus adversarios priístas (manipulación de votantes, acarreos, corruptelas electorales a más no poder y uso abusivo de los recursos del poder público y de los poderosos que sumaban a sus filas).
Después de su ascenso sostenido desde mediados de los años ochenta, los panistas fueron aprendiendo las malas artes de sus antiguos enemigos y aplicándolas, primero, con cierto disimulo y hasta con vergüenza democrática, y después, plenamente y sin ningún rubor, cuando se acostumbraron al poder, con todos los recursos que podían tener a la mano, por más sucios que antes les parecieran. Eso se pudo ver en la contienda interna para elegir candidato a los comicios presidenciales de 2006, cuando Calderón apabulló a Creel con sus marrullerías y sus truculencias. Tal parece que Creel no aprendió para nada la lección.
En esta contienda todo mundo ha podido testimoniar la ferocidad de que los panistas han hecho gala en su lucha por el poder. Vázquez Mota no se limitó a ofrecer su condición de mujer como la novedad política que podría revitalizar las aspiraciones panistas a seguir siendo un partido gobernante. Desde luego que hizo uso de esa carta todas las veces que pudo, pero su batalla fue de lo más rudo y sin miramientos. Con tal de lograr su preeminencia en las encuestas (que, después de todo, sólo iban a servir como un referente para los electores panistas) ella también abusó de todos los instrumentos que el mismo poder puso de su lado, a veces, en contra de su mismo jefe.
Más sorprendentes todavía que los mismos resultados de la elección interna y no obstante lo sanguinario de la pugna, fueron ciertos comentarios de un arrobamiento desembozado por la proeza
de la precandidata panista. Resulta increíble que alguien crea que su triunfo no se lo debe ni a los gobernadores, ni a la mayoría de los secretarios, ni a la casa presidencial y todavía piense que su mejor cualidad es su talante tolerante, incluyente, conciliador y con capacidad de convocatoria (María Amparo Casar, en Reforma, 07.02.2012). Por el tipo de asesores que ha conjuntado, se puede saber de la calidad democrática de su desempeño. Bastará recordar a ese innombrable que se llama Solá.
Los precandidatos derrotados han hecho lujo de contrición en su debacle. Es probable que Creel todavía no pueda entender cómo fue que sacó en la contienda un miserable seis por ciento de la votación interna. Él, que sólo pedía que le pusieran el suelo parejo, de seguro ahora no podrá ni distinguir lo que es parejo de lo que es chipotudo. Cuando en el PRI se dan estos casos y alguien sale derrotado, lo primero que busca, como suele decirse, es vender cara su derrota. Eso sucede, evidentemente, porque se trata de personajes que siempre tienen una fuerza de regular tamaño detrás de ellos. Cordero, al parecer, anda buscando un lugarcito nadie sabe en dónde. En todo caso, no parece justificar que haya obtenido nada menos que un 38 por ciento de la votación, cosa que, ésa sí, nadie se esperaba, menos él, por supuesto.
El problema no son los precandidatos, sino los grupos panistas que fueron protagonistas en la misma contienda, muchos de los cuales deben estar resumando rencor y deseos de venganza. Ésos son los que, sin duda alguna, van a vender cara su derrota. Calderón, por lo pronto, está en un brete. Por un rato, al menos, todos han puesto a dormir sus anuncios triunfalistas (si es que alguien creyó en ellos) para recalcar el hecho, que no necesita demostración, de que él es el verdadero perdedor y, lo que es lo peor, derrotado por sus propios correligionarios. Puede ser, claro está, una exageración, pero esa es la percepción generalizada.
Vázquez Mota, en el paroxismo del entusiasmo por la victoria, de inmediato se propuso enfrentar a sus adversarios y lo hizo del modo más ingenuo y prepotente, calificando a Peña Nieto como su enemigo a vencer e ignorando al ya seguro candidato de las izquierdas, dando a entender que éste no es para ella un contendiente de cuidado, lo que a López Obrador no le hizo ni cosquillas. Todos saben que del plato a la boca se cae la sopa: a esta señora no sólo se le puede caer, sino que la puede quemar.