Virikuta contemplado desde el Bernalejo
Hermann Bellinghausen
El Bernalejo, ejido Las Margaritas,
SLP, febrero
foto: JESÚS VILLASECA. Madre rarámuri |
El promontorio no se parece a ningún otro paraje del vasto desierto de Virikuta. Alguna travesura definitiva habrán hecho aquí las deidades del pueblo wixárika, que hubo de quedar marcada para siempre en este punto de la Mitad del Mundo, donde el desierto regala a sus peregrinos tenaces una pirámide natural poblada de biznagas a manera de altar, arbustos, rocas y cardos como mantelería ritual para las ofrendas de los hombres.
Desde El Bernalejo, si uno gira la mirada encuentra la circularidad exacta del horizonte. No hace falta ser biólogo, geólogo, fotógrafo o huichol para comprender que se trata de un sitio excepcional. Sirve de mirador al corazón de este jardín inmenso hecho por la naturaleza misma, o por la mano de algún dios realmente inspirado y un poco loco. Lo construyen altas palmas esporádicas como figuras humanas, mezquites en las rutas del agua, todo tipo de cactos agudos y la proletaria y recurrente gobernadora, el arbusto de esta selva plana que suele acoger bajo su falda al jícuri, el venado azul, ese cacto azul pero verde, único, casi subterráneo, que florece sin espinas y habla a quien le presta atención y cuidados.
El habitual halo rojizo de El Bernalejo contrasta con el cielo azul donde corretean las nubes en una descomunal coreografía y juegan a las escondidas llevadas por el viento. La Sierra de Catorce al oriente, que guarda al cerro Leunar o Quemado en el centro del centro del Universo, le da al horizonte una consistencia casi sideral, allí donde el sol nunca tiene prisa.
Las bestias del desierto han estado activas, como suele suceder en días de luna llena. Los halcones (y los zopilotes para tanta vaca y chivo muerto por la sequía). Un coyote majestuoso y nada tímido, aunque receloso, asomará en el camino a la sierra al poco rato, para decirnos oigan, aquí estamos, a los humanos. Un animal definitivamente guapo, aquí donde las víboras de cascabel pueden ser casi rojas.
Las ofrendas de los peregrinos, algunos de ellos interlocutores de la divinidad, se sobreponen unas a otras, ninguna demasiado antigua pues no se detienen, y aún en medio de esta aparente quietud la vida hierve y se apresura a vivir.
Es duro el desierto. Con sus pobladores y dueños legales, mestizos y huachichiles, de manera especialmente cruel. Ser agricultor en el Desierto de Coronado resulta heroico, tenaz, seco y muy cansado. Pero también les permite habitar un pedazo precioso del mundo. La gente de Las Margaritas lo ha comprendido, pero en muchos otros ejidos han comenzado a ceder, casi todos, al paraíso moderno anunciado por las mineras y sus paleros que prometen empleo (temporal) y se dicen amigables con el turismo, los huicholes, el medio ambiente [sic] y el bienestar de la familia bla bla, mediante montones de mantas en los caminos de Catorce más transitados por los turistas.
De pronto, como en “El Apocalipsis de Solentiname” de Julio Cortázar, veo El Bernalejo convertido en un gigantesco cráter muerto (como los que empiezan a infestar Virikuta), sólo que mucho mayor. Los depredadores mineros han detectado aquí yacimenos de plata, tal vez oro. Aquí se ubica uno de los principales blancos del insultantemente llamado Proyecto Universo, de la empresa Revolution Resources (otro insulto semántico). O sea, el gobierno, los golosos inversionistas golondrinos y los ingenieros están a punto de convertir este sitio prodigioso en una mina a cielo abierto, en un agujero inerte invadido por máquinas y hombres sudorosos, y luego nada. Nada de nada. ¿Adiós a El Bernalejo?