l PRI de hoy es distinto al PRI que bajo diversas metamorfosis –PNR, PRM– gobernó por 70 años en México.
Lo central en todo este largo itinerario es que el PRI fue un aparato surgido y creado por la coalición revolucionaria desde el Estado mismo. Jugó un papel clave durante décadas en construir los consensos necesarios para gobernar. Terminó siendo un aparato electoral supeditado a las decisiones del presidente en turno. Esa supeditación no fue siempre tersa, pero al final estaba el Presidente de la República en su función de jefe del partido y árbitro final.
Desde las primeras elecciones libres, en 1994, se observó la debilidad central del PRI para competir como partido político. Una vez pactada la reforma electoral de 1996, el PRI perderá primero el DF y la mayoría en la Cámara de Diputados y después la presidencia de la República.
Para una lectura simplista que suponía que la existencia del PRI dependía sólo de su permanencia en la Presidencia del país, resultó sorprendente su resiliencia, y más aún la nueva fuerza adquirida en los últimos años. Pero si tomamos en serio eso del régimen de partido hegemónico, entonces la hegemonía se expresa en la predominancia de una determinada cultura política que ha impregnado a todas las formaciones políticas y que ha sobrevivido a la pérdida de la Presidencia.
Más allá de la supuesta ideología de la Revolución Mexicana, amalgama de ideas y propuestas frecuentemente contradictorias entre sí; la cultura priísta es sobre todo un manual pragmático de cómo mantenerse en el poder y compartirlo con amigos y aliados. De suerte que al amparo de esa cultura y de su amplia presencia territorial el PRI mantuvo y amplió su influencia política. Esa influencia se expandió gracias a una doble incapacidad: la del PAN para gobernar y la del PRD para asumirse al mismo tiempo como partido de oposición y partido en el gobierno.
El PRI llega a las elecciones de 2012 como un nuevo y un viejo partido. Es la segunda vez que compite por acceder a la Presidencia de la República desde que la perdió en 2000, y es la primera vez que lo hace con grandes posibilidades de ganar. Eso de por sí es un cambio mayúsculo de lo que fue el PRI original. Sería la primera vez que accedería a la Presidencia en elecciones libres.
Pero lo que es nuevo del PRI se contradice con la permanencia del viejo priísmo. Una cultura ajena, desconfiada de y en el límite, opuesta a reconocer y convivir con el pluralismo político y social que caracteriza el momento actual. Sus corrientes dominantes siguen pensando en el presidencialismo exacerbado, en las aplanadoras electorales y en las mayorías automáticas en el Legislativo. Quisieran partidos de oposición parecidos al viejo PARM.
También quisieran un control total a su interior. Un jefe que dirija, decida y defina candidaturas y alianzas. Una clase política disciplinada. Se les olvida el poder propio de los gobernadores y de otros actores como de algunos líderes gremiales y políticos.
Pero el pluralismo está ahí para recordarles que la realidad es otra. Si quieren imponer candidatos, ahora sí pueden migrar los derrotados a otros partidos en vez de aguardar disciplinadamente su turno. Si rompen una alianza, ese partido se va por otro lado y al final exigirá una mayor cuota. Si quieren imponer al interior, ahí están corrientes pertrechadas en espacios de poder real.
Sobre todo nada está escrito acerca de los resultados electorales de este julio y en consecuencia su candidato presidencial no es asumido plenamente como el jefe del partido y árbitro final. De ahí las confrontaciones internas y las dos derrotas recientes de su candidato presidencial: la salida de Moreira y la ruptura formal con el Panal.
Buscan resolver el oxímoron entre el viejo y el nuevo PRI, a partir de las expectativas construidas de un triunfo inevitable aún antes de las elecciones. Pero por esa vía, el barco hace agua.