Broche de oro
entada en una banca del jardín frente a la iglesia de San Fernando, Adelina abre una bolsa de papel, saca un puñado de pan molido y lo arroja al aire. Sonríe al ver la celeridad con que las palomas abandonan nichos y cornisas del campanario. Al tocar las baldosas con sus patas cierran las alas y, bamboleándose, se precipitan hacia el alimento que enseguida picotean. Ay, bonitas, por mi culpa tienen hambre
, murmura Adelina sin apartar los ojos de las aves. Es tal su arrobamiento que no advierte la llegada de su hija Natalia.
Natalia: Mamá…
Adelina (sobresaltada, se lleva la mano al broche de oro prendido en la solapa de su abrigo): Ay, hija, me asustaste. ¿Qué andas haciendo por acá? ¿Hoy no trabajas?
Natalia: Iba al instituto. El autobús en que venía se quedó embotellado. Entonces te vi y me bajé para que hablemos. Aunque sea un minutito, porque hace mucho que no platicamos. Ya sé que es mi culpa. Perdóname que no haya ido a visitarte. (Observa a su madre.) ¿Te sientes bien?
Adelina: Sí, claro, ¿por qué?
Natalia: Al verte desde la ventanilla me pareció que estabas preocupada.
Adelina: No. Lo que sucede es que no ha llegado Tornasol y es raro. Esa paloma siempre anda por aquí.
Natalia: No vas a decirme que las conoces a todas.
Adelina: Claro, por el plumaje. (Acaricia el broche en su abrigo.) Darío me enseñó a distinguirlas por eso.
II
Natalia: ¿Quién es Darío?
Adelina: Un amigo. No, más bien un conocido.
Natalia: ¡Increíble! Tú, mi madre, teniendo un amigo y sin decírmelo.
Adelina: Pues créelo, y si no te lo dije es porque no me has dado oportunidad de hacerlo. Te veo poco.
Natalia: Pero te llamo a diario. Bueno, casi… Ay mamá, es que tú no sabes… El trabajo, la comida, los hijos. Bernardo no se ocupa de ellos y los muchachos están en una edad muy difícil.
Adelina: Dime cuál no lo es. (Mira a la distancia.) Cuando te parece que al fin van a arreglarse tus cosas sucede algo y lo cambia todo.
Natalia: Es raro que hables así. ¿Por qué? Dímelo.
Adelina: Otro día. Hoy tienes que ir a tu trabajo.
Natalia: ¿Crees que voy a dejarte como estás, a punto de llorar? (Se acerca más a su madre.) Aunque trates de ocultarlo, veo que te sientes mal.
Adelina: Un poco, sí. Darío se fue. Hace un mes vino su hija a visitarlo, pero en realidad lo hizo para llevárselo con ella a Tampico. Él me dijo que se iba por una temporadita, y me pidió que mientras regresa no deje de cuidar a las palomas. A mí también me gustan. Me divierten.
Natalia: Por la cara que tienes, no pareces tan divertida.
Adelina: Llegué bien, contenta, pero al ver la banca vacía me puse mal. Será porque ya estaba acostumbrada a que Darío estuviera aquí, dándoles de comer a las palomas.
Natalia: Mamá, ¿vas a decirme de una vez por todas quién es Darío?
Adelina: Luego. Ahora vete. No quiero que te llamen la atención en tu trabajo.
Natalia: Voy a hablar por teléfono para decir que hay cuatro marchas, el tráfico está espantoso y no llegaré a la primera clase. Total, sólo tengo cuatro alumnos. (Marca un número en el celular. Al cabo de breves explicaciones corta la comunicación.)
III
Natalia: Ahora explícame quién es ese hombre, dónde lo conociste. No te lo pregunto porque piense algo malo, pero hay tanta inseguridad… ¿De qué te ríes?
Adelina: De que me hables como yo lo hacía contigo cuando regresabas tarde acompañada por algún muchachito.
Natalia: ¿Tu amigo es un joven?
Adelina (reanimada): No, ¡qué va! Darío es siete años mayor que yo, pero no lo parece. Dice que el ejercicio y el trabajo lo mantienen así.
Natalia: Ibas a decirme en dónde lo conociste.
Adelina: Cuando me quitaron el yeso de la pierna le prometí a la Virgen rezarle una novena si volvía a caminar bien. Al salir de la iglesia me sentí mareada y tuve que sentarme en esta banca. La ocupaba un señor al que había visto algunas veces echándole comida a las palomas. Una se me acercó y él me habló por primera vez: Así como la ve de cariñosa, es bien agresiva, como todas. Quién lo creyera, ¿no?, cuando simbolizan la paz
.
Natalia: ¿Cómo es Darío?
Adelina: Un señor grande, normal, pero muy agradable y atento. Aquella mañana, cuando iba despedirme, se fijó en mi prendedor. Es muy muy bonito, lástima que esté manchado
. Le comenté que, aunque no fuera costoso, apreciaba mucho la joya: el último regalo que me hizo tu padre. Quiso saber con qué limpiaba mi broche y le dije: Uso carbonato
. Me explicó que era mejor hacerlo con un líquido especial; que si tenía unos minutos disponibles lo acompañara hasta su taller de joyero, a dos cuadras de aquí, para que me lo desmanchara. Le advertí que en ese momento no tenía con qué pagarle y me aclaró que no fiaba, pero que conmigo iba a hacer una excepción. Me reí mucho. Él no. Creo que hablaba en serio.
Natalia: ¿Y fuiste con él a su taller? (Ve que su madre asiente.) ¡Qué bárbara! ¿No pensaste que a lo mejor quería secuestrarte o robarte?
Adelina: ¿Darío? Pero si a leguas se nota que es una magnífica persona.
Natalia: Las apariencias engañan. Piensa en las palomas.
Adelina: Con Darío era imposible equivocarme. Tiene algo de tu padre: la sonrisa, creo.
Natalia: Mi papá lleva 11 años de muerto. ¿Aún lo extrañas?
Adelina: Sí, mucho.
Natalia: ¿Y a tu amigo?
Adelina: No pensé que lo haría, hasta creí que no lo necesitaba y dejé de venir una semana. Pero no pude más. Tuve que volver y hoy, al llegar y encontrarme la banca desierta sentí algo, no sé cómo decirte... (Luego de un breve silencio.) La amistad de Darío es tan valiosa para mí como este prendedor: tal vez sea el último regalo que me dé la vida.
Natalia: Mamá, ¿y si tu amigo no vuelve?
Adelina: Seguiré viniendo. Le prometí a Darío cuidar a las palomas y no puedo fallarle.