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Cosechar más, comer menos
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Mujeres somalíes esperan pacientemente recibir productos alimenticios básicos en un centro de distribución instalado en Mogadiscio para los desplazados por el hambre en vastas regiones del país africano o por el conflicto armado entre diferentes etniasFoto Ap
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n cuestión de comer, poco o mucho, una cosa está clara; cada vez todo es más homogéneo. Hemos perdido sabores y saberes paralelamente al desarrollo de una agricultura intensificada centrada en muy pocos cultivos. Lo que ahora llamamos así, agricultura intensificada, es el resultado de la llamada revolución verde que en los años 60 –y con financiación de la Fundación Rockefeller– introdujo cultivos por casi todo el mundo en base a semillas mejoradas que crecían rápido en suelos tratados con fertilizantes minerales.

África quedó excluida de este modelo agrícola hasta que, primero en 2003 con el Programa Detallado para el Desarrollo de la Agricultura Africana, después en 2006 con la Declaración de Abuja en el marco de la Cumbre de África sobre fertilizantes, y finalmente ese mismo año con la creación del AGRA (Alianza para una Revolución Verde en África) por parte de la Fundación Rockefeller (otra vez) y la Fundación Bill y Melinda Gates, llega la hora –dicen que verde y revolucionaria– para el continente.

El primer país africano en involucrarse es Ruanda. Como mandan los cánones del régimen de Kagame (uno de los principales actores de desestabilización y promotores de violencia en la región de los grandes lagos, que ha sabido silenciar sus crímenes contra la humanidad liquidando la oposición en el interior del país, y en el exterior con un gran despliegue mediático y con importantes alianzas occidentales) instaura en 2007 un nuevo régimen agrícola sin ningún tipo de debate o consulta con la población. Queda bautizado como Programa de Intensificación de Cultivos (CIP) y pretende transformar la agricultura de autosuficiencia en una agricultura comercial orientada hacia el mercado, en base a la especialización de cultivos por regiones; la propagación de monocultivos; las semillas comerciales, los fertilizantes minerales y los pesticidas químicos.

La consigna de la revolución atravesó todo el país, tanto si se quería como si no. Se decidió qué y cómo se cultivaría en cada región en un despacho de Kigali con un mapa y un marcador. Las autoridades locales fueron presionadas para alcanzar records en cada cosecha, y en la siguiente. Se forzó a las y los campesinos a agruparse en sociedades bajo control de las autoridades administrativas. Y se prohibieron prácticas habituales como la siembra de cultivos diversificados –que alimentan mejor, pero se venden peor. Una revolución que dictaminó el monocultivo infinito y obligatorio. En Gitamara, un agricultor cuenta que las autoridades nos exigieron volvernos productores de maíz con semillas comerciales, mientras que las mujeres querían seguir cultivando camote, col y otras legumbres en los humedales. Como ellas no cedieron, las autoridades terminaron enviando a los militares para destruir nuestros campos.

Los resultados han sido los esperados, y a corto plazo pueden parecer positivos en un país con problemas de hambruna. Según las estadísticas nacionales, desde el inicio del CIP y con un presupuesto anual de 22.8 millones de dólares, la producción agrícola creció 14 por ciento al año, triplicándose las cosechas de maíz, trigo y mandioca. Un aumento proporcional a unas inversiones nunca vistas en ese país. Pero como destaca la organización GRAIN, recientemente premiada con el Nobel Alternativo, tras el innegable aumento en la producción nacional se esconden otros aspectos mucho menos positivos para la población ruandesa y para la campesina en particular.

Impactos negativos porque esta agricultura intensificada e impuesta atenta contra la soberanía de la persona productora a la hora de decidir y definir su agricultura y sus formas de practicarla, y que hace a todo el país muy vulnerable y dependiente de pocos cultivos y su valor comercial. Las semillas híbridas utilizadas para el milagro de la productividad no pueden volver a sembrarse después de la cosecha y su precio es 30 por ciento más caro que las semillas locales; los fertilizantes minerales son imprescindibles, cuando su precio está en constante escalada. En varios años la pérdida de variedades de cada cultivo (biodiversidad) será como vaciar el baúl de las soluciones ante cambios climáticos, erosión, etcétera; y, como sabemos por experiencia, esta agricultura de trabajos forzados acaba con la fertilidad de la tierra. Monocultivos por todas partes provocan una disminución en la disponibilidad de productos locales, y la alimentación de las familias ahora dedicadas en exclusiva a un único cultivo, pasa a depender totalmente de los vaivenes comerciales (el precio medio anual de los productos alimenticios básicos en Ruanda subió 24 por ciento entre 2006 y 2008, cuando la tasa de inflación media en este periodo era de 9.8 por ciento).

Hay que hacer una denuncia con mayúsculas: 80 por ciento de las inversiones del CIP se han dedicado a la compra de abonos químicos de multinacionales especializadas. Esa es su verdadera revolución: favorecer a las grandes corporaciones y servirles un nuevo mercado. Mientras en el centro Gako Organic Farming de Kabuga, cerca de Kigali, Richard Munyerango explica sus resultados:

–Con la agricultura orgánica, podemos producir alimentos sanos y diversos en cantidades suficientes, y protegemos los suelos. No dependemos de los costosos fertilizantes, los elaboramos con los residuos de la cría de ganado y de las cosechas. Usando técnicas como el compost y las asociaciones de cultivos, incluso las familias muy pobres pueden mejorar su autonomía alimentaria de manera sustentable y recobrar su dignidad de personas campesinas.

Efectivamente, en la lucha contra la pobreza necesitamos revoluciones, pero de mentalidades

* Coordinador de la revista Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas