l 7 de diciembre de 1941 el periódico Novedades destacó un reporte que caracterizaba a la educación rural como un fracaso y culpaba a los maestros de haberla “convertido en un campo de Agramante, donde la agitación, el delito y la ‘basura’ social han encontrado refugio”. Aunque el artículo señala que el estudio fue hecho por pedagogos, el reporte tiene aire de diatriba: “Las escuelas se abandonaron –señala– porque los maestros, más que a enseñar, se dedicaron, unos a pelear; otros, a defenderse; los terceros, a hacer propaganda en favor de su ideología, y los últimos, a holgar”.
Tan sólo dos décadas antes, terminada la fase armada de la Revolución, el maestro rural había sido figura clave en la consolidación del nuevo régimen. Creada en 1921, la SEP se propuso impulsar un proyecto de integración nacional en el cual la población campesina e indígena fuera parte del desarrollo económico y social, y no que éste se efectuara a costa suya. Con todas sus limitaciones, a diferencia del porfirismo, el proyecto revolucionario ya no consideraba a la educación un privilegio exclusivo de las clases acomodadas.
No fue fácil implementar esta nueva visión. Durante las décadas de 1920 y 1930, los cristeros, auspiciados por hacendados y por la Iglesia, se dedicaron a quemar escuelas, así como a asesinar y desorejar maestros. Enseñar en el campo significaba enfrentar no sólo el aislamiento y las dificultades de habitar tierras lejanas, sino exponerse a la violencia de los que defendían el antiguo orden. De allí la imagen del profesor que cargaba el libro en un brazo y el rifle en el otro, un heroísmo celebrado tanto en círculos populares como en oficiales y que muestra el papel tan importante que ocupa el maestro rural en la historia contemporánea.
Desde la perspectiva del Estado, el maestro fue una vía para la consolidación del régimen revolucionario. Pero este proceso nunca se dirigió sólo desde las esferas del poder. Ni los profesores ni las comunidades donde instruyeron fueron actores pasivos y su forma de participar ha sido siempre un factor importante en el curso que toma la historia. Aquí la orientación socialista que inicialmente tuvo la educación abrió un espacio fundamental para transformar un proyecto paternalista en uno de autodeterminación.
Reportes como el destacado por Novedades fueron parte de una campaña en contra de la educación socialista eliminada formalmente en 1944. Ésta se habrá derogado en letra, pero no siempre en espíritu; en ningún espacio cobró tanta importancia como en las normales rurales. Allí, gracias a las labores de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), se mantuvo viva la idea de que la educación podía ser una vía para lograr una sociedad más justa. Finalmente era esta filosofía, y no la de superación del individuo, la que había estructurado la visión de figuras como José Vasconcelos, Rafael Ramírez, Moisés Sáenz y Narciso Bassols.
Entre los ataques y el abandono al que han sido sometidas las normales rurales, se pierde el aire épico en el cual se inscribe su origen. Muchas de ellas se crearon en ex haciendas, una justicia poética que los jóvenes normalistas se han empeñado en defender. En estas instituciones contrasta la arquitectura señorial con la precariedad de recursos con las que subsisten. Y persiste también en ellas un compromiso social que en vivos colores transmiten los numerosos murales que en cada normal rural adornan las paredes.
Lejos de ser un ámbito de intransigencia doctrinaria, los testimonios de los que han pasado por estas instituciones dan una idea del porqué las defienden con tanto empeño. Allí, jóvenes de familias humildes tienen alimentación y albergue; allí, se convive con estudiantes de otras partes de la República; allí, se encuentra explicación de la injusticia y se adquiere consciencia para combatirla; allí, se ofrece la posibilidad de un trabajo digno; y allí, se vive el sueño de la original función social de la educación pública.
Mientras la pobreza exista
, apunta un mural en la escuela de Amilcingo, las normales rurales tendrán razón de ser
. A lo que el gobierno y los medios de comunicación llaman agitación y radicalidad es más bien la digna resistencia ante una situación nacional tan indigna. Si hay radicalidad, es ésta una medida de hasta qué punto han sido traicionados los principios constitucionales. El asesinato de Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría –como tantos otros de maestros, campesinos, estudiantes, obreros e indígenas– nos muestra hasta qué punto esta traición ha sido un proceso violento.
El 19 de enero pasado un periódico de difusión nacional destacó un reporte que la SEP entregó a legisladores que le están dando seguimiento al conflicto de Ayotzinapa. Los comités estudiantiles, dice el estudio, no aplican criterios académicos, sino de fidelidad ideológica y lealtad política, lo que erosiona la autoridad del Estado
. El periódico destaca el autoritarismo
de los alumnos y los delitos en que incurren. Estos incluyen: bloquear carreteras, hacer pintas, tomar casetas y secuestrar autobuses (las mismas acciones, dicho sea de paso, que en la reciente primavera árabe el mundo entero celebró por derrocar dictadores). Se trata de las mismas acusaciones que desde hace décadas se repiten en su contra sin una pizca de imaginación.
Por ser fieles a su original misión, los alumnos de las normales rurales ahora son satanizados. Pero habría que preguntarnos, en un sistema que hace de la educación una mercancía, ¿quienes son los verdaderos delincuentes?
* Profesora de historia en Dartmouth College. Autora del libro Rural resistance in the land of Zapata: The jaramillista movement and the myth of the pax-priísta, 1940-1962 (Duke University Press, 2008)