Miércoles 25 de enero de 2012, p. 6
Habían cenado bien en el 261 de la Landstrasse y pasaron con impaciencia a la sala de música. Los íntimos de M. habían tenido en alguna ocasión la suerte de que Gluck, Haydn o ese joven prodigio llamado Mozart tocasen para ellos; pero podían sentirse igualmente privilegiados cuando su anfitrión se sentaba detrás de un violonchelo e indicaba con señas a uno de ellos que tocase con él. En esta ocasión, sin embargo, la tapa del klavier estaba cerrada y el violonchelo no se veía por ningún lado. En lugar de eso, se encontraron ante una caja rectangular de palisandro sostenida por unas patas con forma de liras a juego; en una de las puntas había una rueda y detrás un pedal. M. plegó la tapa curva del artilugio y dejó a la vista tres docenas de esferas de cristal unidas por un eje central y parcialmente sumergidas en un recipiente con agua. Él se sentó en el centro y abrió un estrecho cajón a cada lado. Uno contenía un cuenco poco profundo con agua y el otro un plato con tiza en polvo.
–Si me permiten una sugerencia –dijo M., mirando a sus invitados–, aquellos de ustedes que todavía no hayan escuchado nunca el instrumento de la señorita Davies, deberían probar a cerrar los ojos.
Era un hombre alto, atlético, que vestía una casaca azul con botones metálicos. Los rasgos de su rostro, poderoso y con papada, eran los de un impasible suabo. Y si su porte y su voz no hubiesen indicado claramente su alcurnia, se le podría haber tomado por un próspero granjero. Pero fueron sus maneras, corteses pero persuasivas, las que impulsaron a algunos que ya le habían oído tocar a cerrar también los ojos.
M. metió las puntas de los dedos en el agua, los sacudió para mantener sólo una ligera humedad y se los embardurnó de tiza. Al pisar el pedal con el pie derecho, el eje hizo girar los brillantes pistones de metal. Acercó los desos a las esferas de cristal giratorias y empezó a emerger un sonido agudo y cadencioso. Era sabido que el instrumento le había costado cincuenta ducados de oro, y los más escépticos entre la audiencia se preguntaban por qué su anfitrión había pagado tanto para reproducir el maullido de un gato en celo. Pero en cuanto se acostumbraron al sonido, empezaron a cambiar de opinión. Empezaba a ser claramente perceptible una melodía; tal vez una composición del propio M. o quizá un amistoso tributo o incluso un plagio de Gluck. Jamás habían escuchado esa música, y el hecho de que desconociesen el método mediante el cual llegaba hasta ellos enfatizaba su rareza. No les habían dicho con qué se iban a encontrar, de modo que, guiados sólo por sus razonamientos y sus sentimientos, se preguntaban si esos sonidos tan poco terrenales no eran precisamente eso, sobrenaturales.
Cuando M. dejó de tocar durante unos instantes, ocupado en pasar una pequeña esponja por los cristales esféricos, uno de los invitados, sin abrir los ojos, comentó:
–Es la música de las esferas.
M. sonrió.
–La música busca la armonía –respondió–, igual que el cuerpo humano busca la armonía.
Ésa era, y al mismo tiempo no era, la respuesta; en lugar de llevar la voz cantante, prefería dejar que otros, en su presencia, encontrasen su propio camino. La música de las esferas se escuchaba cuando todos los planetas se movían en el cielo en concierto. La música de la tierra se oía cuando todos los instrumentos de una orquesta tocaban juntos. La música del cuerpo humano se escuchaba cuando también éste estaba en un estado de armonía, los órganos en paz, la sangre fluyendo libremente y los nervios alineados a lo largo de sus trayectorias naturales.
El encuentro entre M. y Maria Theresia von P. Se produjo en la ciudad imperial de V., entre el invierno de 177- y el verano del año siguiente. Estas pequeñas supresiones de detalles habrían sido un rutinario manierismo literario en esa época; pero también una sutil constatación de la parcialidad de nuestros conocimientos. Cualquier filósofo que proclamase que su campo de conocimiento había sido completado, y que le ofrecía al lector una definitiva y armoniosa síntesis de verdad, habría sido denunciado como charlatán; y también esos filósofos del corazón humano que comercian con la narración de historias habrían sido –y deberían seguir siendo– suficientemente sensatos como para no tener tampoco esas pretensiones.
Podemos saber, por ejemplo, que M. y María Theresia von P. se habían conocido antes, doce años atrás; pero no podemos saber si guardaban algún recuerdo de aquel encuentro. Podemos saber que ella era la hija de Rosalia Maria von P., hija a su vez de Thomas Cajetan Levassori della Motta, maestro de danza de la corte imperial, y que Rosalia Maria se había casado con el secretario imperial y consejero de la corte Joseph Anton von P. en la Stefanskirche el 9 de noviembre de 175-. Pero no podemos saber lo que la mezcla de esas dos sangres diferentes supuso, y si fue de alguna manera la causa de la catástrofe que le sobrevino a María Theresia.
Y, del mismo modo, sabemos que fue bautizada el 15 de mayo de 175-, y que aprendió a colocar los dedos sobre un teclado casi al mismo tiempo que aprendió a poner los pies en el suelo. Según el testimonio de su padre, la salud de la niña era normal hasta la mañana del 9 de diciembre de 176-, cuando se despertó ciega; tenía entonces tres años y medio. Se consideró un caso de manual de amaurosis; es decir, no había ningún fallo detectable en el órgano mismo, pero la pérdida de visión era total. Los médicos convocados para examinarla atribuyeron la causa a un fluido que pudiese provocar esas consecuencias, o a algún susto que la niña hubiese podido sufrir durante la noche. Sin embargo, ni los padres ni los sirvientes fueron capaces de recordar suceso significativo alguno a este respecto.
Dado que la niña era querida y de buena cuna, no fue abandonada. Se la animó a desarrollar su talento musical y atrajo tanto el patronazgo como el afecto de la mismísima emperatriz. A los padres de Maria Theresia von P. se les asignó una pensión de doscientos ducados de oro, aparte del pago de su educación. Aprendió a tocar el clavicémbalo y el pianoforte con Kozeluch, y a cantar bajo la tutela de Righini. Cuando tenía catorce años, encargó un concierto de órgano a Salieri; a los dieciséis, su presencia era reclamada en salones y sociedades de conciertos.
Para algunos de los que miraban boquiabiertos a la hija del secretario imperial mientras tocaba, la ceguera aumentaba su atractivo. Pero los padres de la chica no querían que se le tratase como un equivalente social de una atracción de feria. Desde el principio, ambos habían buscado insistentemente su curación. El profesor Stoerk, médico de la corte y decano de la Facultad de Medicina, la visitaba regularmente, y también se consultó al profesor Barth, célebre por sus operaciones de cataratas. Se probaron una sucesión de curas, pero como todas y cada una fracasaron en el intento de curar la enfermedad de la chica, ésta se volvió propensa a la irritación y la melancolía, y sufría ataques que provocaban que sus globos oculares sobresalieran de sus órbitas. Se podía predecir que la confluencia de música y medicina propiciaría el segundo encuentro entre M. y Maria Theresia (...)
El libro más reciente de Julian Barnes, Pulso, publicado por el sello Anagrama reúne una colección de cuentos en los que el escritor británico –quien al fin ganó el premio Man Booker, el pasado octubre– vuelve a mostrar su depurado talento
. Son 14 relatos que indagan con sutileza, humor y perspicacia en las pasiones y debilidades humanas, a través de unos personajes inolvidables
, escribe su editor. La portentosa capacidad fabuladora del narrador toca puertos como la felicidad o la desolación. Con autorización de la editorial, ofrecemos a los lectores de La Jornada, a manera de adelanto, un fragmento del cuento Armonía, incluido en ese volumen