nte las emergencias que nos acosan cotidianamente persiste la obsesión de dirigir la mirada a los poderes constituidos para obtener de ellos remedio. Allá arriba, sin embargo, existe aún inmensa capacidad de destruir, pero se ha perdido la de construir. Aparte de enriquecerse, los poderosos
poco pueden hacer. Han perdido, en particular, la capacidad de hacer frente a los gravísimos predicamentos que tenemos ante nosotros, aunque puedan aún agravarlos. Es ilusorio y miope seguir acudiendo a ellos.
La violencia que hoy desgarra el país ilustra bien la cuestión. Esta guerra civil, cada vez más cruenta y estéril, una guerra que descompone día tras día lo último que nos queda, el maltrecho tejido social, no puede ya detenerse desde arriba. Calderón tiene responsabilidad decisiva en lo que ocurre. Fue insensato haber lanzado su guerra con aparatos podridos hasta el tuétano y sin claridad de objetivos y estrategia, como mero recurso de legitimación y de subordinación a la voluntad estadunidense. Pero si hoy mismo, esta noche, por la intervención mágica de algún espíritu santo, Calderón decidiese detener la guerra y diese las órdenes respectivas no se habría resuelto el problema. Es posible que, al contrario, se agudizara a corto plazo. Creó, literalmente, un Frankenstein. Actuó como aprendiz de brujo. Su nerviosismo actual se debe a que va adquiriendo la conciencia de que no podrá lavarse las manos. Más temprano que tarde se declarará formalmente su culpabilidad en el desastre.
Si bien la cosa llega a un extremo aquí por la debilidad e incompetencia de Calderón, es algo bastante general. El gobierno de Estados Unidos fue capaz de destruir Irak, pero no puede gobernarlo ni directa ni indirectamente. Ningún país o grupo de países puede actualmente resolver las crisis económicas y ambientales. Teóricamente los gobiernos podrían ser menos dañinos e insensatos y empezar a controlar los daños. Pero ni teórica ni prácticamente tienen en sus manos la solución.
Tomemos un asunto específico de suma gravedad. El hambre se instala ya en el país. Los lectores de La Jornada, en particular aquellos que siguen con atención lo relativo al campo y la comida, y leyeron las recientes crónicas sobre la Tarahumara, están bien enterados de que el hambre cunde ya. Habrá escasez absoluta de alimentos en algunas partes. En otras mucha gente carecerá de recursos para adquirir alimentos suficientes. Se agravará la lenta agonía de muchos, que los técnicos llaman desnutrición para encubrir la realidad del hambre. Como demostró Luis Hernández Navarro con rigor en su artículo del día 3, el gobierno es más responsable de esta situación que la sequía y otros fenómenos naturales. Es cierto que podría dar un viraje radical a sus políticas destructivas y contribuir a aliviar el desastre. Pero no lo hará. Y si lo hiciera, la acción gubernamental sería enteramente insuficiente.
Reconocer la incompetencia, cinismo, corrupción y falta de voluntad del gobierno, que se mostraron espectacularmente en el caso de la Tarahumara, no implica abandonar las movilizaciones para obligarlo a hacer lo poco que todavía puede realizar, como harán muchas organizaciones a finales del mes. Es importante hacerlo y por ésa y otras vías podrían conseguirse paliativos específicos que alivien la situación desesperada de diversos grupos.
Pero sería suicida poner el asunto en manos del gobierno. Tenemos que reconocer y asumir que está en las nuestras. No podremos impedir el hambre que nos abrumará este año, pero de nosotros depende que no se convierta en condición crónica del país, como ha sido para tantos grupos. Necesitamos cambiar radicalmente de actitud, abandonando la ilusión de que el mercado y el Estado proveerán los alimentos que hagan falta. Dependemos de ellos en forma muy semejante a la de los bebés. Como ellos gritamos y hacemos escándalo cuando no acercan a la boca lo que queremos. Y creemos, como ellos, que eso bastará para ser saciados.
No será fácil romper con ese hábito ilusorio. Pero no es imposible que como sociedad adoptemos la noción de soberanía alimentaria que ha forjado Vía Campesina, es decir, que asumamos la responsabilidad de definir por nosotros mismos lo que hemos de comer y de producirlo. Contamos con los recursos materiales y organizativos para hacerlo. Podemos apoyarnos en tradiciones sólidas. El obstáculo principal está en esa miope convicción de que podemos sentarnos a esperar el maná, que arrojará desde el cielo quien causó este desastre o su sustituto. No hemos encontrado aún la manera de desgarrar ese velo encubridor que nos lleva, contra toda experiencia, a seguir pidiendo peras al olmo y a eludir la obligación elemental de ocuparnos de nuestra propia comida.