Opinión
Ver día anteriorDomingo 22 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Política, literatura, risa
U

no de los fenómenos más curiosos e intrigantes de la vida política francesa, como en todas las democracias, es la pasión partidaria, casi proselitista, de los ciudadanos más escépticos durante el periodo de campaña electoral. De manera paradójica, los más apasionados por uno u otro candidato son quienes menos creen en las diferencias entre derecha e izquierda y en las posibilidades reales de cambio, sea cual sea la ideología del elegido en un planeta dominado por la finanza. Designado con el término más abstracto y neutro de mundialización, este fenómeno se presenta como irreversible y científico, semejante al de la Tierra girando alrededor del Sol. Concepto político utilizado con la autoridad científica que obliga a aceptar sin discutir. El mundo es mundial y, por tanto, mundialista. No se autoriza a a plantear una cuestión legítima: ¿qué es mundialización? Ese poder sin límites acordado a la ley del provecho.

La pasión política, que bulle en la época de elecciones y contamina la vida diaria de los más indiferentes, se expresa en Francia como en otras democracias, con los más diversos lenguajes: el único que falta es el del talento. Qué tristeza en el país de Voltaire y Hugo: falsa querella, acusaciones, calumnia, denigración, guerra sucia, el escándalo que estalla en el momento crucial, nada de inteligente.

Una regla filosófica y literaria erige como un principio que la literatura, la reponsabilidad del escritor o del pensador no siendo la misma del hombre de poder, debe mantenerse alejada de la política, Cualquier escritor que se ocupa de política se compromete. Hay muchas maneras de coprometerse. Algunos escogen arrodillarse ante el poder en ejercicio y recibir, por ejemplo, una decoración de la deliciosa reina Sofía o su muy graciosa Elizabeth II. Que los decorados sean escritores o cantantes, qué importa puesto que ambos se confunden hasta ser la misma persona gracias a la magia de la publicidad comercial. Otros, en otras épocas, escribían un libro: Víctor Hugo, durante su exilio en Guernesey, bajo el poder de Napoleón III, publicó Napoléon le petit, texto asesino que los mexicanos no olvidan, puesto que ese autor condenó la expedición de Maximiliano. Antes de él, Voltaire, lejos de posternarse ante el rey, escribió un libro, L’affaire Callas, que contribuyó a la caída de la monarquía y la revolución de 1789. Cuando Zolá publica en el diraio L’Aurore, entonces dirigido por Clemenceau, J’accuse, en defensa del capitán Dreyfus, injustamente condenado, salvando a la vez al capitán y el honor de la República, actúa como escritor y como político. En griego, política significa lo que concierne la ciudad. ¿Cómo podría un escritor no ser concernido por su ciudad? Hay, en el secreto de la escritura, y en su apertura, un poder que obsesiona y encela a reyes, dictadores o presidentes. ¿Quién es el rey? ¿El príncipe sentado en el trono o el escriba ante su escritorio?

La cuestión planteada sigue vigente.

Alfred Jarry respondío a esta pregunta con la risa. Inventó Ubú, en cuyo retrato podrían reconocerse muchos de mandatarios del planeta.

En Francia, ahora, aparecen textos ingeniosos, satírico-políticos, que tratan de arrancar la risa. A veces lo logran. A través del pastiche, género que consiste en remedar con burla escritores conocidos, logran caricaturizar a un escritor y a un político. Imitando el estilo de preciosa ridícula, personaje inventado por Molière, se satiriza a Marguerite Duras y se hace reír de paso de un candidato a la presidencia francesa, Bayrou. Con el estilo de Dumas, cuando describe a Richelieu en Los tres mosqueteros, se hizo un retrato al vitriol de quien, antes de ser presidente de Francia, fue ministro del interior, Sarkozy. Bromear, ridiculizar, ironizar están a la moda. Tan hastiado como se esté ante la mediocridad, nadie se engaña. Aunque sea raro, un escritor puede leerse. Y un político escucharse, aunque esto sea más raro.

Lo raro es caro.