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Ver día anteriorSábado 21 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tumultos en la red
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a iniciativa de la ley SOPA (Stop Online Piracy Act), que el legislador republicano Larner Smith presentó al Senado estadunidense hace ya meses, ha causado la reacción más predecible que se auguraba: una auténtica revuelta en la red digital contra quienes pretenden convertir al Internet en un supermercado del más ancestral (y hoy discutible) derecho a la propiedad intelectual, el copyright. En principio, el acta prevé uno de los regímenes más severos para la libertad de expresión que conoce la historia de Estados Unidos. Sitios, plataformas, reservas, blogs, incluso correos electrónicos privados, que utilicen links de autores con copyright sin pagar los derechos correspondientes pueden amanecer un día con la noticia de que su existencia en el orden digital ha sido cancelada violentamente. Una policía digital especializada, el símil más cercano a los guardianes de la película Matrix, se encargaría de rastrear los crímenes que violan la ley y de detener a los criminales.

Por lo pronto, mientras que el debate formal del acta ya se ha pospuesto indefinidamente, los fundadores de Megaupload.com, un sitio monstruo que hace posible descargas de gran capacidad de memoria, han sido detenidos y encarcelados en varios países del orbe. Se les acusa de provocar más de 500 millones de dólares de pérdidas a industrias disqueras y de la cinematografía.

A primera vista, la ley SOPA aparece como uno de los muchos intentos (hasta la fecha todos los anteriores han fracasado) de privatizar un aspecto nada despreciable del mundo digital. Pero en rigor, lo que está a discusión es el concepto mismo de propiedad privada y las contradicciones que presenta con las condiciones elementales que hacen posible y pensable no sólo a la libertad de expresión en la red, sino acaso a la existencia de la red misma.

Por un lado se encuentran las grandes industrias del texto, la pantalla y el audio que han visto como el principio que da vida al funcionamiento de Internet, la libre circulación de señales de una computadora a la otra, hace virtualmente imposible pensar en una forma de acumulación de utilidades cuyo origen data del siglo XVII. Luigi Amara, que ha estudiado esta historia, explica como el principio del copyright no ha hecho, en realidad, más que crear un orden que disocia los derechos de las empresas con respecto a los autores, y de ambos con respecto a lectores, escuchas y espectadores. (Ver: El acceso a las fuentes o un nuevo enciclopedismo digital, Fractal, n.57, abril-junio, 2010). Lo único que garantiza hoy la propiedad intelectual es una acumulación gigantesca de capital a expensas de autores y usuarios de los bienes culturales. La condición básica de esta asimetría es la restricción de la circulación de esos bienes entre quienes pueden pagar por su uso.

Mientras que las condiciones de la producción de los soportes de películas, discos y textos estaban en manos de las propias empresas, la bonanza del mercado del copyright pasó por su era del idilio. Hollywood y las grandes disqueras se convirtieron a lo largo del siglo XX en auténticos emporios financieros. Pero la red digital acabó con este idilio, porque las condiciones de producción y, sobre todo, de reproducción de esos soportes pasaron súbita y técnicamente a manos de los usuarios.

La computadora personal y el Internet convirtieron en un sujeto de poder a quienes realmente dan vida a cualquier creación cultural: no Warner Brothers, ni FoxNews, ni las grandes editoriales, sino el lector, el escucha y el espectador.

Si se leen las motivaciones que en 1789 inspiraron las leyes sobre la libertad de expresión que propició la Revolución Francesa (aunque sus antepasados datan de la Revolución inglesa encabezada por Oliver Cromwell), lo principal en ellas no sólo era garantizar el derecho de cada quien a decir y hablar con plena libertad, sino el acceso a las condiciones que permitiesen diseminar en público las opiniones privadas. El principio central de la Ilustración, y con ello de la modernidad, fue que nadie debería poder regular ni limitar la circulación de las ideas y los bienes culturales que una sociedad producía para sí misma. Por eso el gigantesco conflicto a lo largo del siglo XIX contra la censura eclesiástica. Hoy, bajo las inéditas condiciones del Internet, el copyright se ha convertido en el principal obstáculo a esa circulación.

Desde hace ya una década se han elaborado alternativas para hacer frente a esta interdicción. La política del copyleft ha sido una de las más visibles, plausibles y, acaso, viables. En ella, el acervo del mundo digital es considerado como un orden común, es decir, un bien o un recurso al que todos tienen acceso y nadie es su propietario. Algo así como el aire o el océano.

Quienes hoy promueven la ley SOPA se proponen privatizar este patrimonio común. Sin embargo, hay una huella de innegable anacronismo en esta intención. Google, por ejemplo, que durante años ha intentado privatizar el mayor acervo bibliotecario de la historia hoy se opone a la ley. Se trata de un auténtico dilema. La biblioteca Google estaría magistralmente protegida por la SOPA. Pero al mismo tiempo acabaría con la sustancia misma que hace posible a Google: la libertad de registrar cualquier link que aparece en la red.