Más de 150 mil personas han visitado la exposición de la pintora en esa ciudad italiana
Queremos demostrar que fue una creadora camaleónica, afirma el experto Roberto Contini
Sábado 21 de enero de 2012, p. 3
Milán. La exposición dedicada a una pionera del arte europeo, Artemisia Gentileschi (1593-1653) en el Palacio Real, la cual concluye el 29 de enero, ha recibido más de 150 mil visitantes.
Con esa muestra, cuya curaduría está a cargo de Roberto Contini –conservador de la Gemäldegalerie de Berlín– se busca rescatar la estatura artística de una mujer que con su pintura alcanzó fama y encargos de los más potentes nobles y reinantes del continente, pero que hoy no es más que mero objeto de culto por su inusitada biografía, elevada a símbolo arcaico de valentía y libertad femenina, exaltado por la literatura y el mercado.
Se trata de la primera exposición en la que se analiza, con casi medio centenar de obras y documentos inéditos, su producción artística completa, integrando aquella muestra precursora de 1991, en el Museo Buonarroti, de Florencia, y la de 2001-02 dedicada a Artemisia y su padre Orazio, en Roma, que se montó en Estados Unidos (museos Metropolitano de Nueva York y de Arte de San Luis).
La pintora
Artemisia, fiel partidaria de Caravaggio, fue como éste y el resto de los caravaggistas olvidada por la crítica hasta que Roberto Longhi emprendió una revisión histórica. De ese contexto es el ensayo Gentileschi padre e hija, 1916, primer análisis de la pintura de la artista, a quien el crítico considera “la única mujer en Italia que haya nunca sabido lo que significa pintura y color, mezcla, y matices similares (...) no hay nada en ella de la peinteure de femme que es tan evidente en las hermanas Anguissola, en Lavinia Fontana, en Madonna Galizia Fede, etcétera”.
Al margen del juicio severo respecto de las colegas de una generación anterior a Artemisia, su ejemplo debió de haber constituido para ella un modelo. Las mancomuna que el padre era también pintor (exceptuando a Sofinisba Anguissola, perteneciente a la nobleza), aunque Orazio Gentileschi era considerado entre los mayores artistas de su tiempo, lo cual facilitó la carrera de su hija.
Artemisia, única mujer entre varios hermanos, mostró aptitudes para la pintura y creció en Roma en andamios para observar las máximas obras de la época, como los frescos de Annibale Carracci, Guido Reni, Domenichino y del mismo Caravaggio.
El curador Roberto Contini afirma que Artemisia fue una artista de nivel medio alto con puntas excelentes, al menos en las primeras ciudades en que estuvo: Roma y Florencia. En Nápoles no salió de una medietas, pero nunca fue protagonista y no puede ponerse en el mismo rango de un Orazio Gentileschi, o de otros caravaggistas como Battistello, Stanzione o José de Ribera.
Es una exposición personal
de Artemisia, si se exceptua un puñado de obras –no más de cinco– destacan figuras clave en su formación o en su vida empezando por el padre. Existen fuertes dudas de que las primeras obras de la artista antes de partir a Florencia en 1613 hayan sido hechas sin su colaboración, comenzando por la que es considerada su primera obra, Susana y los viejos (1610), de Pommersfelden, en Alemania –ausente en la muestra del palacio Real– que a pesar de estar fechada y firmada, algunos expertos la han interpretado recientemente como un falso en acto público para fines promocionales, por tanto, integral o parcialmente obra de Orazio.
Sobre elegantes paredes color rojo cuelga un infrecuente y sorprendente universo femenino muchas veces autorreferencial hecho de voluptuosas carnes rosáseas, de finísimos vestidos de seda, de ostentosas joyas y, sobre todo, de un catálogo de heroínas bíblicas y paganas que habían sido temas frecuentes en la obra de los grandes maestros del Renacimiento, más aún el veneciano, aunque en Florencia era una novedad que llegará sólo posteriormente a ser representada.
En la obra de Artemisia cobra un sentido distinto, une todos los temas dedicados a la mujer satisfaciendo con probabilidad los encargos de sus protectores. Exalta las cualidades femeninas, como la fuerza de ánimo, la determinación y la templanza en las personificaciones de meditabundas Magdalenas, sensuales Dánaes, solidarias y despiadadas Judith o Jael, además de Lucrecias, Betsabés en el baño, Salomés pero también mujeres humanas y maternales, como la Virgen que amamanta al niño, o alegorías de damas cultas, que escriben o tocan un instrumento, como en Autorretrato tocando el laúd (1617-18, circa).
A pesar de que las fuentes recuerden la fama de Artemisia como retratista quedan pocos ejemplos de ello, pero Retrato de confaloniero (1922) puede dar idea de sus capacidades. Era también famosa por los bodegones.
En la muestra se aprecia la relevancia artística de Artemisia, que sin embargo no es siempre constante. Es interesante cómo en su peregrinar se adapta y alimenta al estilo del lugar, mediante su pintura cambiante.
La leyenda
En los años 70 del siglo pasado, Artemisia Gentileschi se convirtió en símbolo del feminismo. Al respecto, Germaine Greer, lideresa de ese movimiento, la consideró la grande pintora de la guerra entre sexos
y distintas autoras han escrito sobre ella, empezando por Artemisia, 1952, de Ana Banti, esposa de Longhi –libro reditado recientemente, con introducción de Susan Sontag– hasta la escritora francesa Alexandra Lapierre.
La muestra, por tanto, ha querido centrar lo que paradójicamente se ha descuidado hasta ahora: su obra. Al respecto, el curador manifiesta: Queremos demostrar que Artemisia no sólo fue una gran artista del siglo XVII europeo, sino camaleóntica que tuvo distintas fases en su carrera, puesto que ésta estuvo dividida en varias ciudades donde trabajó.
El propósito es parcialmente logrado, puesto que no renuncia a remarcar aspectos biográficos e incluso banales, como el episodio de la violación a cargo del colaborador del padre con lo cual se abre la exposición. Nos recibe una esenografía creada por la polémica directora de teatro Emma Dante –aclamada en Europa por su originalidad visceralidad y excomulgada por el Vaticano, por blasfema– que pone al espectador frente a la cama desordenada que recuerda el dramático acontecimiento conocido al detalle gracias a las actas del escandaloso y prolongado proceso judicial, aquí recordado por las hojas que penden del techo, mientras la voz de Artemisia lo narra.
Sucedió un día de lluvia del 1611, cuando Agostino entró mientras yo estaba pintando. Tenía intenciones concisas, le pidió que saliera a la mujer que estaba conmigo; entendí de inmediato que había algo raro y fingí sentirme mal, de tener fiebre, pero a Agostino no le importó y se me echó encima como un toro enfurecido, después de haberle resistido como pude, me abatió el maldito. A pacto del silencio, Agostino me prometió un matrimonio reparador. La vergüenza y su promesa me llevaron a callar pero descubrí que Agostino estaba ya casado y así empujada por mi padre lo denuncié. Sufrí la humillación del proceso donde tuve que demostrar que había sido desvirgada y someterme a una tortura cruel para un pintor, que fue exhibir públicamente la compresión de los pulgares, pero mi padre encontró un arreglo con Agostino y así me abandonó y el proceso se concluyó sólo con una breve condena. Nunca he olvidado su arrogancica ni el daño que me hizo.
El visitante, perturbado por la narración, encara un nuevo impacto emotivo al pasar a la primera sala y encontrarse frente a Judith decapitando a Holofernes (1612 circa) del Museo Capodimonte, de Nápoles, versión temprana de la que es considerada su obra maestra con idéntico título y conservada en los Uffizi, de Florencia, de casi un decenio posterior. Tan ordinario empalme de asociación biografía-obra es sin duda un desacierto de la exposición, puesto que reitera la convencionalidad de lectura concibiendo el cuadro como el manifiesto de la violencia sufrida.
Se trata de aportaciones biogfráficas inéditas que seguramente acrecentarán la leyenda de la artista, como el descubrimiento de una intensa relación extraconyugal entre Artemisia y el noble florentino Francesco Maria Meringhi, que comenzó hacia 1617 durante la estadía florentina de la artista al servicio de los Médici, que mantuvo a lo largo de su vida a pesar del cambio de lugar de residencia (Florencia, Roma, Venecia, Nápoles, Inglaterra), que terminarán por alejar al esposo Pierantonio Siattesi al cual no verá nunca más.
Esta relación está documentada por una serie de 37 cartas publicadas por Francesco Solinas y presentadas en ocasión de la muestra en el Palacio Real.