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Al filo del filo Filo o jaspia: Tener mucha hambre En el arranque del siglo XXI, mil millones de personas se acuestan con filo: se van a dormir con el estómago vacío. Y la obscena cifra no deja de aumentar. Lacra que la modernidad prometió erradicar, el hambre persiste y se ensaña con los más pobres. En lugar de abundancia el capitalismo trajo escasez. Un enrarecimiento extremo de las premisas naturales y sociales de nuestra existencia, que nos amenaza como especie. Y el colmo de la escasez es la insuficiencia y carestía de la comida que sustenta nuestra reproducción biológica. Por mucho tiempo sus críticos sostuvieron que el problema del capitalismo era sólo la injusta distribución de la riqueza. Se pensaba que el sistema tenía la virtud de desarrollar extraordinariamente las fuerzas productivas, pero sus inicuas relaciones de producción impedían un acceso equitativo a la creciente masa de bienes que la siempre renovada tecnología generaba. El capitalismo era un orden de abundancia. Abundancia mal repartida, pero abundancia al fin. Hoy sabemos que no es así. La abundancia que presuntamente trajo el orden del gran dinero es ilusoria. Un espejismo que oculta la progresiva erosión del hombre y la naturaleza; vertiginosa destrucción de la urdimbre social y de los equilibrios ecosistémicos que en el tercer milenio está llegando a un punto de no retorno. La combinación de cambio climático, carestía alimentaria, astringencia energética, estrangulamiento económico, incredulidad política e indignación social configuran el mayor colapso global que haya enfrentado la humanidad. En verdad estamos al borde del precipicio. Situación límite que es también encrucijada que nos conmina a cambiar el rumbo. Hay quienes aún sostienen que el capitalismo es productivamente exitoso pero socialmente polarizador y que alimentos hay de sobra pero se encarecen por la especulación que practican las trasnacionales graneleras y los fondos de inversión. “Comida hay. No se trata de un problema de producción sino de acceso a los alimentos”, sostiene el Observatorio de la Deuda en la Globalización. “La crisis no es de escasez (…) no surge de un desequilibrio real por una menor oferta y una mayor demanda”, afirma Vicent Boix, responsable de ecología social de Belianís. “Los factores que manejan los medios de comunicación no determinan realmente la crisis alimentaria, se trata más bien de una estructura de comercio”, ha escrito Alejandro Nadal. Tras de su aparente radicalidad, estas críticas son en verdad tibias y superficiales pues ubican sólo en la distribución un problema que es de mercado pero también, y sobre todo, de producción. Y es que la crisis agrícola, el cambio climático y el progresivo agotamiento del petróleo son agravados por la especulación pero se originan en el modo de vida occidental y en las potencias científico tecnológicas desarrolladas por el capital, unas pasmosas fuerzas productivas que a la postre resultaron destructivas. El fondo de la Gran Crisis que nos agobia está en la manera inicua de distribuir, pero también y sobre todo en el modo insostenible de producir y consumir. Los que encuentran en la especulación la causa eficiente del hambre no niegan que el cambio climático provoca pérdidas agropecuarias como las de Australia que detonaron el primer pico de carestía en 2008 y las de Rusia que detonaron el segundo en 2010. No ignoran que en los años recientes par una parte cada vez mayor de cosechas, tierras y aguas se destina a la producción de agrocombustibles, en la que se emplea ya 20 por ciento de toda la caña de azúcar y cuatro por ciento de la remolacha, además de 15 por ciento de la producción global de maíz y 40 por ciento de la estadounidense. No se les oculta que las mudanzas en la dieta de la población de China, India, Indonesia y otros países asiáticos incrementan la tendencia a la ganaderización –que cobró fuerza desde los años 30s del pasado siglo y hoy se intensifica– y con ella al mayor uso forrajero de los granos. Saben que se agotaron las pasmosas alzas en la productividad técnica atribuidas a la “revolución verde” y que ahora vivimos sus saldos indeseables, de modo que los rendimientos de la producción cerealera, que habían sido crecientes hasta fines del pasado siglo, primero se estancaron y hoy comienzan a disminuir. Están enterados de que la elevación de los precios de los hidrocarburos impacta fuertemente los costos agrícolas por el abrumador empleo de fertilizantes que de ellos derivan, pero también los costos agrocomerciales por los desplazamientos innecesarios, e igualmente los costos agroindustriales por la redundante transformación. Son conscientes de que las políticas neoliberales llevaron a que muchos países periféricos desmantelaran su producción de alimentos para el mercado interno y ahora son importadores netos que presionan sobre la producción de los excedentarios; están persuadidos de que la recesión económica golpeó los ingresos de los más pobres, que hoy disponen de menos dinero que antes para comprar alimentos. Cuestiones ajenas a la rapiña que practican los fondos de inversión y las trasnacionales agroalimentarias, pero cuyo impacto el circulacionismo a ultranza niega o minimiza con tal de subrayar la dimensión especulativa de la crisis. El paradójico saldo es una apología del capitalismo: un sistema tan pasmosamente productivo que pese a tantos y tan graves factores en contra sigue cosechando alimentos a raudales. Pero no. Hay especulación, claro, pero también hay escasez. Y la especulación crece en la medida en que crece la escasez. “El nivel bajo de reservas crea las condiciones para la especulación”, dijo el 3 de enero pasado José Graziano da Silva, nuevo director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Y hace unos meses Olivier de Schutter, relator especial de las Naciones Unidas en Derecho a la Alimentación, señalaba que: “Las causas de la crisis alimentaria están tan interconectadas que desenmarañarlas y cuantificar la importancia de cada una es tarea imposible. Están el cambio climático y el declive de la productividad agrícola, pero también la creciente competencia por el uso de la tierra entre alimentación, forraje y energía, (además de) toda la especulación alentada en los mercados de futuros de materias primas agrícolas, en virtud de que los fondos de inversión pueden beneficiarse de picos repentinos en los precios”. Los mexicanos con hambre son unos 30 millones a los que, día a día, se van sumando más, entre otras causas por obra de la escasez y carestía alimentarias ocasionadas por la sequía, las heladas, las inundaciones y el desafane del gobierno. En 2007 –el año del primer tortillazo– se dispararon los precios del maíz pese a que tuvimos una cosecha récord, pues la escasez originada por pérdidas agrícolas en otras latitudes favoreció en México la especulación de trasnacionales como Cargill y Maseca. Ahora la situación es mucho peor, pues las alzas de los precios –la tonelada de maíz que hace un año se cotizaba en alrededor de tres mil pesos hoy vale casi el doble– se debe a que del cereal se cosecharán, si bien nos va, unos 19 millones de toneladas, en lugar de los 23 millones esperados. Así las cosas, tendremos que importar no sólo maíz amarillo, como es costumbre, sino también maíz blanco: un grano escaso y caro pues pocos países lo producen en gran escala. Y algo parecido sucede con el frijol, con el sorgo, con la soya, con el trigo, con el arroz. Si hace un lustro el alza de la tortilla se podía achacar a las corporaciones que especulaban con el hambre, hoy es claro que detrás de la carestía está la real escasez. Un desequilibrio entre oferta y demanda que los efectos catastróficos del cambio climático tienden a agravar. Lo venimos diciendo desde hace mucho: tenemos un campo apolillado que en cualquier momento puede colapsar. Y el desplome general quizá ya empezó: muerte de decenas de miles de cabezas de ganado mayor, pérdida generalizada de cosechas, campesinos airados que ocupan alcaldías y marchan a la capital, inconcebible sordera del gobierno… Hay que producir más comida, pero ya. Y hay que hacerlo no sólo con la agricultura empresarial y en los distritos de riego del noroeste, sino a por medio de la pequeña y mediana producción campesina y aprovechando las diversas condiciones agroecológicas que ofrece nuestro amplio y multicolor territorio. No podemos seguir apostando a la importación ni poner todos los huevos en la canasta de las siembras intensivas. Hay que pensar al país como una milpa: como una diversidad entreverada de tecnologías y formas de producción. Pero para los que gobiernan la prioridad no es el campo sino la guerra. En 2007 el monto de los recursos fiscales destinados a seguridad y el de los destinados al agro eran muy semejante: 65 mil millones, contra 59 mil millones. Cinco años y 50 mil muertos después, se destina a seguridad casi el doble de lo que se gasta en el campo: 132 mil millones, contra 71 mil millones. En un lustro la parte del Presupuesto de Egresos de la Federación destinada a la agricultura disminuyó de 3.4 a 2.4 por ciento, mientras que la orientada a seguridad aumentó de 3.9 a 4.5 por ciento. Cada vez gastamos más en tanques y menos en tractores. Así, cuándo. |