Opinión
Ver día anteriorJueves 19 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La insidiosa incertidumbre
D

os mil doce es el año de la incertidumbre. Tenemos la certeza de que habrá elecciones federales y estatales, pero como en todo proceso democrático, los resultados son inciertos. Tanto así que hoy, a seis meses de la jornada del voto, 49 por ciento de los ciudadanos, casi la mitad de los electores potenciales, se declaran indecisos (Alejandro Moreno, A la conquista de los indecisos, Reforma, 15/1/12). El porcentaje mismo no es alarmante. Tal vez lo explique el hecho de que la campaña aún no ha comenzado; incluso falta la designación del candidato del PAN, uno de los partidos grandes que concentran 90 por ciento del voto. Es posible también que los ciudadanos estén hartos de la política y alienados de sus políticos que ya están muy vistos, y que son, por consiguiente, perfectamente predecibles.

El porcentaje tan alto de indecisos llama, sin embargo, la atención, y –como se vio antes– admite diferentes interpretaciones. Además de las antes expuestas, puede pensarse que sugiere la disolución de las lealtades partidistas que se formaron en la elección de 2006, pero que fueron de corta duración, como lo indica la evidencia. Tal vez haya que agradecer su desaparición; esas lealtades sostenían posturas intransigentes, alimentaban feroces antagonismos entre los leales de uno y otro partido, y la estridencia de discursos confrontacionistas que acallaban la argumentación razonada. Ahora en cambio, y a corto plazo, la temperatura de la competencia electoral es menos que tibia; pero eso de plano no debe tranquilizar a nadie, entre otras razones porque, en las condiciones en que nos encontramos, semejante ausencia de fervor plantea el riesgo de que los indecisos se conviertan en abstencionistas. Y no hay nada peor para un presidente que llegar al poder con una tasa de participación inferior a 50 por ciento.

Pese a toda la matraca en torno a la elección presidencial, me cuesta trabajo creer que la sensación de incomodidad que me produce este año esté inspirada por la incógnita de quién será el próximo presidente de México. Me atrevo a pensar que este sentimiento lo comparten muchos, que en lugar de concentrar toda su atención en los candidatos y precandidatos a la Presidencia y al Congreso, se preguntan, como yo, adónde diablos nos lleva la violencia criminal que parece empeñada en gobernar nuestra existencia y en alterar cualquier plan o proyecto de gobierno. Puede ser que la indecisión que declaran todos esos electores esté más vinculada con la desazón que nos produce un sentimiento difuso de inseguridad que con la jornada comicial que se avecina. Su indecisión explícita consiste en que no saben por quién votar, pero creo que detrás de esta afirmación más o menos obvia asoma tímidamente la duda de si nos van a dejar votar las bandas de narcotraficantes y el miedo que de manera creciente se ha apoderado de nuestras calles y de nuestras conciencias. Nos dicen las autoridades responsables que la ola de criminalidad se concentra en siete estados de la República, pero la sensación de inseguridad es nacional.

El tipo de incertidumbre que genera una elección es saludable. En primer lugar porque se trata de una incertidumbre regulada, aquí en México por el IFE, lo cual significa que su alcance se detiene en la frontera del acto electoral, y que se mueve en los confines de reglas por todos acordadas y de todos conocidas. Esta incertidumbre democrática estimula la competencia entre partidos y entre candidatos, y por esa vía proporciona información a los electores para que tomen su decisión. Uno de los resultados finales de este proceso es el fortalecimiento de las raíces de la democracia en el país.

No siempre la incertidumbre es así de generosa. En situaciones de crisis las certezas se desvanecen; entonces la incertidumbre se torna destructiva, insidiosa, desborda con mucho nuestra imaginación y corroe la solidaridad, los ánimos exasperados se caldean y crean una atmósfera de conflicto que no favorece el diálogo ni el debate ponderado. Me temo que en los próximos meses una incertidumbre como esta se instale entre nosotros. Al clima político de fin de sexenio se añadirá una competencia partidista exacerbada por la decisión de unos de defender el terreno ganado, otros estarán movidos por el deseo de revancha, y otros más por la perspectiva de la restauración. Ninguna de estas actitudes promete una campaña política limpia ni medianamente interesante.

Si el debate entre los precandidatos del PAN, Josefina Vázquez Mota, Santiago Creel y Ernesto Cordero, fue una avanzada de lo que será la competencia por la Presidencia de la República, tendremos que prepararnos para la ausencia de diálogo entre los contendientes; para discursos que corren paralelos entre ellos, pues mientras unos pretenden ignorar que todavía tienen competidores, otros se lanzan a matar –o lo que ellos consideran que es a matar–, pero fallan el tiro una y otra vez, como le ocurrió a Cordero. Sus pullas a Josefina cayeron en el vacío. Yo en su lugar, y en el de muchos más, estaría preocupada de que lo mismo ocurriera con todos los mensajes que los panistas, los priístas y los perredistas manden al electorado.