a fiebre cibernética fue desatada por informaciones terribles, una de ellas sin confirmar. Se saturaron las redes sociales el fin de semana con la alarmante nota de 50 suicidios –hasta el 10 de diciembre– entre mujeres y hombres rarámuris que habrían sido provocados por la depresión que genera la hambruna en las comunidades indígenas.
A la desesperación, no sin algo de descuido por confirmar lo de los suicidios, de quienes atestiguan el sufrir de los indígenas norteños, se opusieron desmentidos abiertos por parte del gobierno de Chihuahua, sobre todo.
Pero el debate necesario por lo más urgente no debe ocultar la información de lo emergente e importante. Hablando en metáforas, diríamos que se puede discutir si el enfermo tuvo o no muerte cerebral, pero lo que está fuera de discusión es que ha caído hace mucho tiempo en estado de coma. Porque si alguna virtud tuvieron las informaciones de muertes por desnutrición o suicidios en la Tarahumara, es que hicieron emerger ante la opinión pública la emergencia alimentaria y productiva que se cierne sobre la mayor parte del norte del país, y en especial sobre las comunidades serranas de Chihuahua.
Las etnias de la sierra Tarahumara: rarámuris, odamis, (tepehuanes), o’odams (pimas) y warijoos (guarijíos), fueron arrojadas por la conquista española, primero, y luego por la ambición de blancos y mestizos a las zonas más remontadas e inhóspitas de ese territorio: laderas, cumbres y barrancas pedregosas. Esto los condenó a practicar una agricultura de infrasubsistencia, que los mantiene en un estado de desnutrición crónica.
Esto resulta tremendamente paradójico por dos razones: la primera, porque los enormes recursos forestales y mineros de la sierra chihuahuense han sido y son explotados por no indígenas y por extranjeros sin beneficio alguno y muchos perjuicios para los pueblos indios.
La segunda, porque en las cumbres y llanos altos de la Tarahumara nacen los grandes ríos que riegan los fértiles valles del Yaqui, Mayo y Fuerte. Nacen aquí también las aguas del río Conchos, con las que México paga a Estados Unidos el caudal pactado en el Tratado Internacional de Límites y Aguas de 1944 para que los estadunidenses dejen llegar algo del río Colorado al también próspero valle de Mexicali. Riqueza y prosperidad río abajo: miseria donde el agua nace. Y los ricos agricultores sinaloenses, sonorenses, bajacalifornianos y chihuahuenses no pagan un solo centavo por servicios ambientales a los indígenas de la sierra de Chihuahua.
Así, en la Tarahumara el hambre no es noticia: es un hecho crónico, estructural. Según el Informe de Desarrollo Humano de los Pueblos Indígenas 2005, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, entre los 10 municipios de población indígena de menor índice de desarrollo humano (IDH) en México, los seis más bajos son de la sierra chihuahuense: Batopilas, Carichí, Morelos, Balleza, Urique y Uruachi. Chihuahua ocupa la posición número 28 en cuanto al IDH de la población indígena, pero el número ocho en cuanto a la población no indígena. Es el segundo peor en cuanto a la pérdida de posición relativa por la desigualdad étnica. Y la tendencia no es para mejorar: según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), entre las 10 localidades de más alto rezago social del país, tres están en los municipios de Batopilas, Guadalupe y Calvo y Chínipas, en la sierra Tarahumara. Todos los municipios de esta zona vieron empeorar su situación en cuanto a rezago social de 2008 al 2010.
Por otro lado, Chihuahua sigue presentando altos índices de mortalidad de niños menores de cinco años: 12.5 por cada mil nacidos vivos, y de ese porcentaje, 8.3 mueren por desnutrición.
Ante esta vergonzosa realidad, no ha habido una política de Estado para aliviarla, ya no digamos para resolverla. Ni siquiera el asistencialismo del programa Oportunidades ha tenido aquí la cobertura universal de Oaxaca y Chiapas. Todos los años los diferentes niveles de gobierno vuelven a repartir despensas y cobijas, pero no se invierte en desarrollo de capacidades comunitarias para producir sus propios alimentos. Los programas se disparan y cada nivel de gobierno procura sacar tajada electoral. Se trata de llenar de asistencialismo los huecos que deja la injusticia.
Así es: no hay justicia eficaz para las comunidades indígenas: cuando decenas de ellas han sido despojadas de sus tierras, no hay apoyos para que las recuperen. El programa especial de la Reforma Agraria para comprar tierras en las regiones consideradas focos rojos no ha soltado un cinco para la Tarahumara. Tampoco se combate con eficacia el despojo de los bosques, y las compañías mineras canadienses siguen haciéndoles cuentas alegres a sus accionistas sin invertir un cinco para la infraestructura productiva de las comunidades, cuyo territorio contaminan.
Y la situación puede empeorar porque vino el cambio climático y nos alevantó. El calentamiento global se ha instalado de plano en la parte de la República al norte del Trópico de Cáncer, la que los historiadores han llamado Aridoamérica. Ayer lunes partió rumbo a México la marcha con tractores y caballos de diversas organizaciones campesinas de Chihuahua y del norte árido para exigir acciones contundentes, políticas de Estado ante la sequía y el hambre. Exigen, primero que nada, atención a la emergencia en la sierra Tarahumara, atacando las causas de ésta. Es el primer movimiento social que este país ve surgir por el cambio climático. Y surgirán más y más fuertes si los gobiernos siguen sin entender lo que está sucediendo.
La solidaridad espontánea, inmediata que el pueblo de México ha mostrado ayudará algo a paliar el hambre de la sierra Tarahumara. Pero ésta se resolverá sólo cuando a sus pueblos indios el Estado les haga plena justicia.