Sin campo la vida no vale
A la memoria de Fernando Benítez,
en su primer centenario
Que el campo es la vida lo supieron todas las civilizaciones hasta ahora. La labor de domesticar, crear, cultivar y usar semillas y productos agrícolas ha dado siempre nutrición, sabiduría y razón de ser a las sociedades humanas. De dónde si no provenían los vinos del ágape ateniense, las viandas de Samarkanda o las capitales del imperio chino, la vida fácil de los que mandaban desde pirámides. La actual civilización occidental globalizada, en clave capitalista, es la primera que cree que puede prescindir de la mitad campesina del mundo. De hecho, es la primera que cree que puede prescindir del mundo, y en tal sentido es la más suicida de la historia.
La duda razonable ni siquiera roza la mente de los poderes que avanzan como mancha de aceite y ceniza sobre la Tierra. Quieren cavar minas ad nauseam, sacarle al petróleo hasta la última gota, construir colonias, autopistas, puentes, diques y plantas por el puro interés de invertir, producir mercancía, crecer invadiendo como lo sabe hacer la muerte, inútilmente. Pero como todo ese edificio sigue poblado por los humanos, hace falta alimentarlos, y eso, hasta nuevo aviso, depende fundamentalmente del campo, los campesinos tradicionales, los pueblos originarios y los millones de jornaleros migrantes.
La neo-cultura de doctores neoliberales y administradores de empresas (tales como las iglesias, el Estado, la dictadura bancaria, los pulpos electrónicos y mediáticos, la industria extractiva, el rentable Moloch de la guerra perpetua) ha llegado a suponer que también el campo, sus productos, ríos y animales se pueden embotellar o sustituir por la agroindustria, las procesadoras de chatarra o la torcedura de los transgénicos como porvenir empobrecido en nombre de una falsa, a lo más raquítica, “abundancia” más de mercancía que de alimento verdadero.
Es alarmante la docilidad de los Estados latinoamericanos a los criterios del “desarrollo”, que no son otros que la avaricia y la vanidad de inversionistas superpoderosos y ciegos. Sean los esquiroles gobiernos obedientes de México, Colombia y Chile, o los presuntamente rebeldes de Brasil, Argentina o Venezuela, todos se arrodillan ante la exigencia del “libre mercado” de inmolar campos, montañas, selvas, desiertos, campesinos, productores, y en primera línea de fuego los pueblos indios, los desechables de siempre. A nombre del progreso y su corazón en tinieblas.
No será en invernaderos de semillas robot ni en laboratorios de síntesis química a escala masiva donde se resuelva la alimentación humana de manera armónica con el planeta. Los administradores nos llevan ya al colapso bajo nuestra propia basura, la indestructible excrecencia del consumismo que domina a la humanidad urbanizada.
La creación del maíz y la robusta papa, de la uva y los frijoles, del pan y el queso a escala humana, el café, el chocolate, el té, son y sólo pueden venir de la sabiduría milenaria del campo. Sabemos que también es un espacio de servidumbres, mas nunca comparables a la esclavitud del migrante y el nadie en la maquinaria urbana. El planeta agrícola pervive de los Andes a los Himalayas, de la Amazonia al Congo, de Siberia a la Patagonia, allí donde las semillas, las parcelas, las familias, las faenas. Allí donde la tierra se cosecha y se reacomoda a diario entre los dedos de un campesino. En lugares donde el agua es todavía de quien la bebe. Lugares así.