Opinión
Ver día anteriorJueves 12 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¡Viva el clasismo!
A

veces me da la impresión de que el gobierno y algunos ciudadanos corrientes habitamos en mundos distantes y hablamos lenguajes diferentes. Y no me refiero a la pluralidad de ideas o incluso a las visiones contrapuestas inevitables, aun necesarias, propias de una sociedad diversa y democrática, sino de algo más general que nos permite o no hablar de un proyecto común más allá de las opiniones particulares. Pongamos por caso dos grandes asuntos de la actualidad: la educación y el empleo para los jóvenes. Es difícil no estar de acuerdo en que se trata de temas sustantivos y, además, urgentes. No hay discurso donde no se subraye que del modo en que se atienda hoy este grave problema depende nuestro futuro como nación. Sin embargo, cuando se rasca un poco en la política oficial se observa una curiosa distorsión clasista que nos impide suponer que, en efecto, estamos hablando de la misma cosa. Hasta hoy, por tradición, historia y prescriptiva constitucional, la educación se ha considerado en México como un derecho universal cuyo cumplimiento depende del Estado como representante de la sociedad en su conjunto. La ley fija las líneas generales de sus alcances y orientaciones en la Constitución, ubicándola como uno de los ejes de la construcción de la democracia, concebida como una forma de vida. Además, se fijan las condiciones bajo las cuales es admisible, apropiado y útil que la enseñanza sea brindada por particulares. Se entiende que toda la enseñanza, aun la privada, se rige por una concepción nacional, vale decir unitaria, fundada en ciertos principios del Estado laico. Ese es su origen y su razón de ser. Sin embargo, el gobierno entiende a su manera cuál es su responsabilidad en esta delicada materia, fomentando una escisión irreparable entre la educación pública y la privada, pues al conceder a la segunda prerrogativas extraordinarias, tiende a fortalecer la idea de que su responsabilidad es la misma frente a la escuela oficial que ante la particular, aun tratándose de los recursos que permiten a una y otra cumplir con sus funciones.

Este gobierno, siguiendo la lógica del panismo histórico, cree que las escuelas privadas –desde la primaria a la universidad– son las que mejor garantizan la debida preparación de las nuevas generaciones. Pero éste, con estar muy arraigado, es un prejuicio que tal vez no existiría si a la defensa secular de la libertad de educación no se hubiera superpuesto la exigencia de admitir la enseñanza religiosa en las escuelas, como expresión de la demanda de libertad religiosa (cuya cercanía entusiasma al Vaticano). Hay, pues, motivaciones ideológicas bajo la neutralidad aparente de algunas medidas.

A quienes critican los planes clasistas y privatizadores del gobierno, éste suele responder con las grandes cifras de los planteles construidos en los años recientes, lo cual por supuesto beneficia al país, pero resulta especialmente incoherente que sea el propio Presidente quien manifieste su mayor entusiasmo por la excelencia de la oferta privada, al grado de fortalecer la idea de que ése es el camino a seguir. No puedo entender, por ejemplo, que el Presidente diga que el programa de créditos a los estudiantes de las universidades privadas beneficiará a los alumnos que más lo necesitan, fortalecerá la economía familiar, impulsará la competitividad y contribuirá a la generación de más y mejores empleos, sin reconocer, así fuera por un prurito de exactitud, que se trata de fortalecer el negocio de la enseñanza sin atender a ningún criterio de valoración propiamente educativo. Más allá de si ese programa es un injerto artificial copiado de otras latitudes (donde está en crisis, por cierto), es inconcebible que en un país tan desigual como lo es México el Presidente invoque a los que menos tienen para conceder créditos que al final aumentarán las arcas de las empresas educativas y las bancarias, por supuesto. Si éste es el modelo que quiere impulsar el panismo estamos fritos: en la base, enseñanza básica entregada al sindicalismo depredador; en la cúspide, educación concebida como negocio. ¿Y el país?

No extraña que en aras de este impulso a la educación particular florezcan por todas partes sociedades mercantiles desprovistas de legitimidad académica que hacen su agosto vendiendo títulos o diplomas que no acreditan verdaderos conocimientos. Y mientras, soterrada o abiertamente, prosiguen las campañas contra la universidad pública, a la que no hay día que no se trate de desprestigiar incluso mediante burdas provocaciones. Da la impresión de que las élites se complacen en hablar de la tragedia de los ninis, del desempleo juvenil y sus secuelas sobre la fortaleza de México, pero no se hacen cargo como debieran de las cuestiones que en verdad traban la creación de empleo dignos –decentes, dice la OIT– y justamente remunerados. Todo se va en buscar salidas laterales que ayudan pero no contribuyen a las soluciones de fondo, como ocurre con el Programa Bécate, dedicado, según la cátedra presidencial, a reducir el desempleo friccional, dando a los aspirantes durante tres meses la capacitación en la empresa, todo por cuenta del Estado. Pero el Presidente sabe que el desempleo, más allá del desorden del mercado laboral, tiene un origen estructural y sólo puede reducirse si hay crecimiento. Pero ése es, justamente, el corazón del divorcio entre la élite que manda y gobierna y el resto de la atribulada nación. Para Calderón, la solución está a la vuelta de la esquina, casi mágicamente: basta quitar el tapón que impide la aprobación de la reforma laboral, detenida en el Congreso, para iniciar una nueva era. Sí, la de la legalización del precarismo laboral como horizonte vital de la juventud. Total, en este mundo de dos pistas la igualdad es una quimera que no vale la pena invocar. ¡Viva el clasismo!